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Actualizado: 3 de mayo de 2025


Quedó en silencio Zaratustra, mirando a Madrid, que cerraba el horizonte con su gran masa de tejados y torres. El cielo azul, sin el más leve vapor de humedad, un cielo de Castilla, seco y ardiente, de gran limpidez, que acusaba con energía los contornos, parecía aproximar la lejana población.

Por otra parte, cuanto más reflexionaba acerca de ello, en medio de la turbación de su espíritu siempre venía a quedar sobre todos los razonamientos de consuelo un dato suelto, aislado, pero en el cual podía tomar origen el cúmulo de culpas de que Tirso acusaba a su hermano: la pobreza de Pepe.

El doctor estaba espantado ante la agitación de Germana. No sabía si atribuirla al uso inmoderado del yodo o a alguna emoción peligrosa. La señora de Villanera acusaba secretamente al conde Dandolo; don Diego se acusaba a mismo. Al día siguiente, Le Bris reconoció una inflamación en los pulmones que podía producir la muerte, y llamó al doctor Delviniotis y a dos de sus colegas.

El piso era de maderas ensambladas, las colgaduras magníficas, cómodo y lujoso el mueblaje; todo acusaba mucho dinero. La mesa indicaba orden, gran pulcritud y poca labor: cuanto había sobre ella estaba bien colocado; pero sin que se notase en nada la confusión, propia del trabajo continuo.

¡Si había un culpable!... Efectivamente: suponiendo que Vérod denunciara al juez la mentira de la Natzichet, ¿cómo podría convencerle de la culpabilidad de Zakunine? Si la inocente se acusaba por salvar al reo, ¿cómo inducir al reo a confesar?

Habíase levantado un sumario contra varios oficiales, a quienes se acusaba nada menos que de traición a la República... Sus nombres permanecían aún reservados... Pues La Mañana del Tandil insinuó vagamente alguno de esos nombres.

Se sabían muchos escándalos nuevos; el elemento eclesiástico y el secular, de común acuerdo para librar a Vetusta del enemigo general, tramaban la ruina del monstruo; pronto se llegaría a poner en manos del Obispo las pruebas de aquellas prevaricaciones de todas clases de que se acusaba a don Fermín de Pas.

Esta era la verdad, y al suponerla doña Clara, sintio lo que nunca había sentido: la dolorosa é insoportable sensación de los celos. Y como los celos nunca son hidalgos, ni se detienen ante nada, tomó una pluma y escribió una larga carta en que acusaba ante el inquisidor general á Dorotea y á Gabriel Cornejo. Poco después aquella carta entraba en la celda del padre Aliaga.

Puse gran empeño en saber lo que pasaba en mi corazón. ¿Qué sentimiento era aquél que no me apartaba de Angelina, y que, sin embargo, me arrastraba hacia Gabriela? Me acusaba yo de infidelidad para con Linilla; repasaba mis actos uno por uno, y aunque me hallaba yo inocente, me condenaba yo con la severidad del juez más recto, y me proponía alejarme de Gabriela. ¡En vano!

Poco faltó para que la creyeran santa. La más leve falta le producía tal escozor en la conciencia, que no se contentaba con ir a pedir perdón de rodillas a aquella a quien había ofendido, sino que, al reunirse la comunidad a la hora de comer, se arrodillaba delante de todas y decía con lágrimas: «Hermanas mías, me acuso de haber ofendido a Fulana, de este o de otro modo, dando mal ejemplo a la comunidad», y también se acusaba de sus pensamientos malos: «Hermanas mías, me acuso de ser soberbia, de tener mucho amor propio y creer que hago las cosas mejor que ninguna.

Palabra del Dia

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