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Actualizado: 3 de junio de 2025
Crecía este de punto porque mientras que don Paco estaba jugando al tute y Juana le acusaba las cuarenta, Antoñuelo se sentaba muy cerca de Juanita, en el otro extremo de la sala donde ella cosía, y ambos cuchicheaban con mucha animación y en voz tan baja, que don Paco no podía pescar ni palabra de lo que decían.
Haz lo que quieras; pero antes consulta con tu conciencia». Esta me acusaba de ingrato. La conciencia quedaría tranquila y callaría. La firmeza de mis propósitos y mi conducta futura lograrían dejarla satisfecha. Linilla no sabría nunca que su Rodolfo le había sido infiel. Me asaltó entonces horrible presentimiento. Las señoritas Castro Pérez estaban en San Sebastián.... ¡Eran tan indiscretas!
Teobaldo le dijo; lo sé todo; acusaba a usted de injusto y de riguroso, cuando no hacía otra cosa que cumplir dignamente los severos deberes de una santa amistad. Perdóneme, amigo mío... Y Juanita le tendió la mano. Hubo entonces un momento en que aquel prelado, de fisonomía impasible, de facciones duras y severas, no pudo contener su emoción, y asomaron a sus ojos abundantes lágrimas.
No se acusaba al Conde de haber arrancado de frente alguna el luminoso nimbo de la santidad y de la pureza. No había mujer que hubiese descendido por él de un pedestal sagrado donde hubiera estado antes, sin que jamás la tocase el lodo de la tierra, sin que se empañase en lo más mínimo la nítida blancura de la fimbria de su veste.
Acusaba de injusto, de cruel, de tirano, a Dios que me hacía comprender de una manera tan horrible el tormento de Tántalo. Estaba inmóvil; como petrificado. La mirada de Amparo aunque no podía verme, caía sobre mi mirada, absorbiendo mi alma, torturándola. Lentamente fui perdiendo la conciencia de mí mismo. Un sopor extraño se apoderó de mí.
Esta piedad había hecho que en un principio mirase el hermano Tiburcio con repugnancia y hasta con horror al Padre Ambrosio por la fama que con vaguedad le acusaba de hechicero; mas vencida al cabo la repugnancia, la doctrina del Padre Ambrosio penetró con ímpetu en el espíritu del hermano Tiburcio, arrollando toda contradicción y produciendo allí vivísima fe y devoto entusiasmo.
Verdaderamente, esto es un poco severo, tío; mi madre te condena a una existencia de cartujo decía riendo el diplomático en disponibilidad. El tío suspiraba, en realidad, a no dedicarse a las pastoras, de lo que le acusaba a veces su hermana, el excalavera no podía hacer de las suyas.
Era una antigua iglesia, reconstruida sin criterio fijo, restaurada muchas veces, y que hasta en los más pequeños detalles acusaba gustos de distintas épocas o caprichos de los piadosos donantes que facilitaron fondos con que sostener en pié aquella amalgama en que parecían haber tomado cuerpo los desvaríos de un arquitecto loco.
El clero, a quien yo había enriquecido, me acusaba de hechicero, el pueblo me apedreaba, y la viuda de Marques, cuando me quejaba de la dureza granítica de los garbanzos, poníase en jarras y gritaba: ¿Qué quiere usted más? ¡Aguantarse! ¡Valiente perdulario!
La desgracia es mucho mayor si no amamos a los seres con quienes vivimos; son dos suplicios, y el primero no es el más cruel comparado con el segundo. Me era necesario sufrir las quejas, el mal humor y hasta los reproches del conde de Pópoli, porque de todo me acusaba, hasta de la miseria que no había conocido, y que en breve llegó a aumentar mis dolores.
Palabra del Dia
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