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»No hay salvación para usted me dijo; no puedo hacer otra cosa que morir por mi bienhechora. He ido en busca del conde de Pópoli, y sin nombrarla para nada ni comprometerla, lo he recordado el insulto que le había dirigido hace dos años; le he ofrecido y pedido una reparación más completa que la que había obtenido.

Era generalmente admitido en la ciudad el rumor de que la condesa de Pópoli estaba enferma del pecho desde hacía mucho tiempo. Sólo ella sin duda lo ignoraba, porque miraba con indiferencia todo lo que pudiese prolongar su existencia.

»Mi tío se me acercó, y tomándome la mano me presentó al conde de Pópoli, que hacía un año había heredado de su padre las más ricas propiedades de la comarca. ¡Imagínense lo que pasó por , gran Dios, al reconocer en mi prometido al rudo y feroz Eduardo, el que dos años antes y en aquella misma habitación me había groseramente insultado, el que tan baja y cobardemente había herido a un hombre desarmado e indefenso!

»Después de la comida nos trasladamos al salón, cuyas puertas vidrieras daban al parque; el conde de Pópoli, sentado cerca de , mostrábase tan galante como se lo permitían sus costumbres de cazador. »Carlos entró, y en su alegre mirada, llena de dulzura, conocí que Teobaldo le había prevenido. Acababa de despedirse de mi tío, pues debía marchar a una granja a la mañana siguiente.

»Pero el conde de Pópoli repliqué, declaró, al morir, que había sucumbido lealmente, y en un combate donde su honor no había sido empañado.

»Indignada de tanta tiranía; convencida que ante tan firme resolución mi dicha no sería tomada en cuenta para nada, encontré en la convicción de mi inevitable desgracia una energía desconocida hasta entonces, y juré que nunca sería la esposa del conde de Pópoli.

La desgracia es mucho mayor si no amamos a los seres con quienes vivimos; son dos suplicios, y el primero no es el más cruel comparado con el segundo. Me era necesario sufrir las quejas, el mal humor y hasta los reproches del conde de Pópoli, porque de todo me acusaba, hasta de la miseria que no había conocido, y que en breve llegó a aumentar mis dolores.

Por otra parte, lo mismo el conde de Pópoli que el duque de Arcos parecían ignorar el suceso; no tenían la menor reserva para con Teobaldo; no nos impedían vernos, y aunque irritados por mi resistencia, atribuían mi obstinación a la repugnancia que sentía al matrimonio más bien que a otra causa extraña.

»¡Insensatos! No saben ustedes que esa unión, en otro tiempo permitida, es hoy imposible; que la dama más noble de Nápoles, la sobrina del duque de Arcos, la condesa de Pópoli, no puede contraer matrimonio... »¿Con un hombre sin nobleza y sin nacimiento? exclamé sonriendo. »No replicó Teobaldo, sin apartar la mirada de su amigo, que, con la vista fija en tierra, parecía aterrado.

El conde de Pópoli me aguardaba con impaciencia, y le conté el mal éxito de mis gestiones y la poca esperanza que debía tener; mientras hablaba, entró en el patio un carruaje. »Las puertas del salón se abrieron, y vi aparecer a Carlos, el cual se presentó en casa de mi marido, sereno y con la mayor dignidad.