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No tienen acento andaluz, ni mantones de Manila, ni gracia gitana, ni nada... Soy española, ¡olé! canta una cupletista. Y para afirmar su españolismo, golpea fuertemente el tablado con un pie, y se dedica, durante un año, a hacer flexión de riñones al compás de la música. Luego dice dónde ha nacido, que es: o en el barrio de Maravillas, o en las Vistillas, o en Triana, o en Granada.

Cuando los molineros y los deshollinadores quieren ser buenos, sucede siempre una desgracia; dice Juan bromeando con expresión cohibida. Y pretende sacar a la joven el cepillo de las manos. Por favor, déjeme usted dice ella defendiéndose y ocultando vivamente el cepillo debajo del delantal. Martín golpea en el banco con el puño. ¿Déjeme usted?... ¡Cómo! ¿No os tuteáis todavía?

Martín se golpea las rodillas con los puños y dice que acaba de asistir a una escena cómica capaz de hacer morir de risa. Después se levanta bruscamente, y se va a disfrutar de su dicha en la soledad. Por la tarde, los dos hermanos se dirigen juntos al molino. Gertrudis los sigue con los ojos, desde la ventana; Juan se vuelve, ella sonríe y oculta su cabeza detrás de la cortina.

MÁXIMO. Es la ira que aún está vibrando... No la provoque usted. Ni la provoco, ni la temo... porque me maltratas y yo te perdono. MÁXIMO. ¡Que me perdona!...¡a ! Se empeña usted en que yo sea homicida, y lo conseguirá. Enfurécete, grita, golpea... Aquí me tienes inconmovible... No hay fuerza humana que me quebrante, no hay poder que me aparte de mis caminos.

Mirando vagamente, ya aquí, ya allí, siente de pronto que alguno le tira de la capa: se vuelve, y observa un vendedor de naranjas que, inclinándose hacia él entre dos espectadores, le dice al oído que aquella dama que golpea con el abanico las rodillas, ha tenido un verdadero placer en ser testigo de su valor en la disputa sostenida antes, y que hará bien en comprarle por su amor una docena de naranjas.

¡Sueña, sueña, hombre infeliz, que no he de ir yo a impedírtelo!... Golpea de firme en el tambor, toca haciendo un remolino con los brazos. No puedes parecerme ridículo. Si sientes la nostalgia de tu cuartel, ¿no experimento yo la nostalgia del mío? A me persigue mi París hasta aquí como el tuyo. tocas el tambor bajo los pinos. Yo emborrono cuartillas... ¡Somos los dos unos provenzales!

En los prados que no están protegidos por un dique ó una hilera de árboles contra el ímpetu del arroyo, las débiles márgenes son fácilmente derribadas. El agua que las golpea mina su base; pero durante algún tiempo, las raíces entremezcladas en el césped sostienen la capa superior, saliente como cornisa por encima del agua.

Un poco de viento le transforma; la ola mansa que golpea el buque con blando azote, se trueca en montaña líquida que le quebranta y le sacude; el grato sonido que forman durante la bonanza las leves ondulaciones del agua, es luego una voz que se enronquece y grita, injuriando a la frágil embarcación; y ésta, despeñada, se sumerge sintiendo que le falta el sostén de su quilla, para levantarse luego lanzada hacia arriba por la ola que sube.

MORTADELA. Se toma dos kilos de carne muy magra de cerdo, se limpia de nervios, se pasa por la maquinilla; después, en una tabla se golpea con un mazo de madera para que forme una pasta; se sazona de sal, especia, un poco de sal de nitro, otro de azúcar morena, removiendo la pasta por igual.

Y él, desolado, golpea el suelo con el pie; se vuelve hacia Juan, que está pálido como un muerto, y le dice: ¿Qué tienes? Entonces Gertrudis le echa los brazos al cuello, se levanta hacia él y, como buscando su protección, oculta en su hombro el rostro bañado en lágrimas.