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Miguel la preguntó al desaparecer: ¿Cómo se llama V.? Maximina contestó sin volver la cabeza. Trajéronle poco después la cena: la criada era una vieja fea y avinagrada; limitose a encender una lámpara, poner la mesa, y sobre ella los manjares, sin pronunciar palabra.

Miguel piensa en Maximina se dijo aquélla al verle tan reflexivo. ¿Qué misterio de amor se le escapará a una joven de diez y siete años? Pues que pene un poco; ya resollará. Y así fue, como lo pensó la niña. Voy a buscarla contestó saliendo apresuradamente de la alcoba. No tardó en llegar con ella en la mano: sentose de nuevo y se puso a leerla con gran calma, observando de reojo al herido.

Otra vez le dijo al oído hallándose de tertulia: Tengo que pedir a V. un favor, Maximina. ¿Qué es? Que me V. un rizo de su pelo. La chica levantó los ojos con sorpresa. ¿Me lo dará V.? repitió mirándola atrevidamente. Maximina bajó los ojos haciendo una señal afirmativa. Pero trascurrió un día y trascurrieron dos, y tres, y no daba señales de cumplir su promesa.

Durmió media hora, y, durante ella, soñó mil disparates: ahora se encontraba en un inmenso palacio deshabitado, donde cierta sombra, que vio cruzar, le causó un terror extraño, que jamás había sentido: ahora se iba a batir dentro de una iglesia con un hombre que no conocía, y que resultaba ser D. Valentín, el tío de Maximina, el cual, sin saber cómo, se convertía en gato y se arrojaba sobre él, clavándole las uñas al cuello: después se vio en medio del mar, flotando como una boya, a merced de las olas, sin esperanza de que nadie viniese a socorrerle.

Miguel se esforzó en persuadirla a que no creyese nada de cuanto la dijeran acerca de él, le hizo mil protestas sinceras de cariño, y logró que antes de llegar a casa se disipasen las nubes que velaban su rostro. Al llegar, despojose Maximina inmediatamente de la mantilla y se fue a la cocina, donde nuestro joven la siguió.

Entonces serás ya un sabio; porque tus padres de seguro te mandarán estudiar todos los días. Adolfo le echó una mirada recelosa y bajó los ojos sin contestar. He dado una vuelta por el pueblo siguió el joven dirigiéndose a Maximina, y después estuve en el vapor con Juanito. El pueblo es feo respondió aquélla. Eso dicen todos los forasteros... ¿Y V. no lo dice? A me es igual un pueblo que otro.

¿Y esa chica que ha venido a preguntarme si quería cenar, quién es? Ah, Maximina, ¡pobrecilla! Es mi sobrina; hija de un hermano de Valentín, mi marido. No conoció a su madre; su padre era el capitán del Duero, un vapor que V. habrá visto acaso. Ese vapor, yendo hace tres años para Manila, embarrancó.

No obstante, como veía claro que Miguel no aprobaba su conducta y su propia conciencia tampoco, se esforzó en demostrar que Adolfo era un muchacho aturdido, pero de un fondo excelente; que Maximina era muy susceptible, que no sabía aguantar una broma y tratar a su primo como lo que era... un niño. Por último, allá se fue con él acariciándole y prometiéndole varias cosas para que se calmase.

Después de algunos momentos de silencio, aquélla exclamó moviendo la cabeza con dolor: ¡Pobre Maximina! Y después de una pausa larga, dijo con energía: Pues mira, Miguel, si no has de casarte con ella, es un pecado grande que la estés engañando. Debes cuanto antes cortar esas relaciones.

La contestación de Maximina tardó seis en llegar. La impaciencia que nuestro joven manifestó en estos días hizo reír mucho a su hermana. Contra su costumbre, aguardaba en casa al cartero, y hasta le espiaba detrás de los cristales del balcón y le iba a abrir él mismo la puerta.