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Basilio con todo su amor á la antigüedad no pudo contener un ¡abá! de desencanto. Es una magnífica joya muy bien conservada y cuenta casi dos mil años. ¡Psh! se apresuró á decir Sinang para que su padre no cayese en la tentacion. ¡Tonta! díjole éste que había podido vencer su primer desencanto; ¿qué sabes si se debe á ese collar la faz actual de toda la sociedad?

Capitana Tikâ compró un relicario que contenía un pedazo de la piedra sobre la cual se apoyó N. S. en su tercera caida; Sinang, un par de pendientes y Cpn. Basilio, la cadena de reloj para el alférez, los pendientes de señora para el cura con más otras cosas de regalo; las otras familias del pueblo de Tianì por no quedarse menos que las S. Diego vaciaron igualmente sus bolsillos.

¿Y el relicario de María Clara? preguntó Sinang. ¡Es verdad! exclamó el hombre, y un momento sus ojos brillaron. Es un relicario con brillantes y esmeraldas, dijo Sinang al joyero; mi amiga lo usaba antes de entrar de monja. Simoun no contestó: seguía ansioso con la vista á Cabesang Tales. Despues de abrir varios cajones dió con la alhaja.

Formas á cual más caprichosas, combinaciones de piedras y y perlas imitando insectos de azulado lomo y élitros transparentes; el zafiro, la esmeralda, el rubí, la turquesa, el brillante, se asociaban para crear libélulas, mariposas, avispas, abejas, escarabajos, serpientes, lagartos, peces, flores, racimos, etc.: había peinetas en forma de diademas, gargantillas, collares de perlas y brillantes tan hermosos que varias dalagas no pudieron contener un ¡nakú! de admiracion y Sinang castañeteó con la lengua, por lo que su madre, Cpna.

Era una especie de collar formado por diferentes dijes de oro representando idolillos entre escarabajos verdes y azules, y en medio una cabeza de buitre, hecha de una piedra de un jaspe raro, entre dos alas estendidas, símbolo y adorno de las reinas egipcias. Sinang al verlo arrugó la nariz é hizo una mueca de infantil desprecio, y Cpn.

Sinang varias veces castañeteó y su madre no la pellizcó, quizás porque estuviese abismada ó porque juzgase que un joyero como Simoun no iba á tratar de ganar cinco pesos más ó menos por una exclamacion más ó menos indiscreta. Todos miraban las piedras, ninguno manifestaba el menor deseo de tocarlas, tenían miedo. La curiosidad estaba embotada por la sorpresa.

Simoun dispuso sobre la mesa las dos maletas que traía: la una era algo más grande que la otra. Ustedes no querrán alhajas de doublé ni piedras de imitacion... La señora, dijo dirigiéndose á Sinang, querrá brillantes... Eso, señor, brillantes y brillantes antiguos, piedras antiguas, ¿sabe usted? contestó; paga papá y á él le gustan las cosas antiguas, las piedras antiguas.

¡Qué dedo tenía Sila! observó al fin; caben dos de los nuestros; como digo, decaemos. Tengo aun otras muchas alhajas... Si son todas por el estilo, ¡gracias! contestó Sinang; prefiero las modernas. Cada uno escogió una alhaja, quien un anillo, quien un reloj, quien un guardapelo.

En el entresuelo, Basilio vió á Sinang, tan bajita como cuando la conocieron nuestros lectores aunque algo más gruesa y más redonda desde que se ha casado. Y con gran sorpresa suya divisó allá en el fondo, charlando con Cpn. Basilio, el cura y el alférez de la Guardia civil, nada menos que al joyero Simoun siempre con sus anteojos azules y su aire desembarazado.

El cuarto contenía las piedras sueltas y al descubrirlo un murmullo de admiracion resonó en la sala, Sinang volvió á castañetear con la lengua, su madre la volvió á pellizcar no sin soltar ella misma un ¡Sus María! de admiracion. Nadie había visto hasta entonces tanta riqueza.