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Abundaban en él las arrugas; los ojos tenían en su vértice un fruncimiento de cansancio; los aladares de su cabeza eran blancos, contrastándose con el vértice, que continuaba siendo negro. Las comisuras de la boca caían desalentadas bajo el bigote recortado, con una mueca que parecía revelar el debilitamiento de la voluntad.

El hombre que yo he amado, mi verdadero esposo, mi esposo ante Dios, no se ha llamado nunca Chermidy. Mi fortuna no procede de ese marinero; no le debo nada, y sería una hipócrita si lo llorase. ¿No asistió usted a nuestra última entrevista? ¿Se acuerda usted de la mueca conyugal que embellecía sus facciones?

¿Si no aceptara? repitió el intendente con una mueca de desconfianza sería la prueba de que me habéis engañado, Catalina, y claro que después de este ultraje, no soportaría ni un momento su presencia en el castillo. Pero ¡bah! ¡bah! no es posible que me rechace.

Ya hemos hecho las paces. Como de lejos mamá no podía ver su palidez ni la ridícula mueca que él pretendía ser beatífica sonrisa, todo fué bien. ¿No le pegaste, no? insistió aún mamá. No. ¡Si fué una broma! Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para el padrastrillo.

Pero lo que es mirarla, no hay más remedio que confesarlo, la miraba con profunda y escrupulosa atención. Y ¡quién sabe! si no hubiera sido por aquella malhadada mueca de desagrado que hizo la chica el primer día, no hubiera sido imposible que nuestro héroe procurase ponerse al habla con ella.

Saludé primero efusivamente a Isabel, porque la actitud de Gloria me imponía. Luego me aventuré a dar la mano a ésta, que me alargó la suya con marcada frialdad, mirando hacia otro lado. Isabel me hizo una mueca para indicarme que no tuviese miedo. Pareciome lo más prudente observar una conducta reservada, digna, esperando los acontecimientos, y me retiré hacia otra parte.

El seminarista volvió su rostro inflamado por la ginebra, temiendo que Andrés bromease; pero viéndole muy serio, hizo una leve mueca de sorpresa, y arreando al caballo con la vara de avellano que empuñaba, tornó a coger el hilo de su canción favorita. «La mujer que es gorda y tierna Y tiene buena pierna... Y al cura hace pecar, Mereciera ser condesa, marquesa, duquesa Y el cura cardenal

¿Sabe usted por qué le he dado ese nombre estrambótico? me preguntó el viejo haciendo una mueca del lado de ella, con expresión maliciosa. Entonces ella echó desdeñosamente la cabeza para atrás, y se levantó. Debía conocer la broma. Vea cómo sucedió la cosa.

Vamos, Pepita, no se ruborice usted, porque una debilidad la tiene cualquiera. Si usted no está enamorada de , ¿por qué espera usted todas las noches a la ventana para verme pasar cuando me retiro a dormir? ¡Yo! Vaya, hoy se le ha subido San Telmo a la gavia. Este señor ha tomado algunas cañitas, ¿verdad usted? Sonreí haciendo una mueca, por no saber qué responder.

El deseaba vivir: juerga, alegría, mujeres; de lo bueno, lo mejor. Sabía dónde se encontraba todo: sólo era asunto de agallas el hacerse dueño, y él las tenía. Aunque muchacho, había visto bastante. Su sonrisa era una mueca de viejo, un gesto de repugnante precocidad, que se reflejaba en sus ojos con un brillo feroz.