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¡Ah! murmuró sarcásticamente el joven Princetot. ¿Esto le extraña?... Aunque sabe usted disimular muy bien, le desagrada conocer que ha visto alguien su juego y ha descubierto el motivo de sus equívocas asiduidades. Mis asiduidades nada tienen de misterioso repuso el inspector general, levantando con indiferencia los hombros, y no tengo razón ninguna para esconderme cuando voy a Rosalinda.

Mientras rodaba el carruaje por entre dos hileras de árboles, alguna vez interrumpidas por las tierras cultivadas de una granja, iba pensando, no sin inquietud, en su encuentro inevitable con la señora Princetot. ¿Cómo le recibiría y qué se dirían? ¡Bah! Uno y otro habían cambiado mucho en veintiséis años y tal vez ni siquiera le reconocería.

Había creído, sin duda, que tardaría en volver algunas horas y, aprovechando la ocasión, había querido atender a la limpieza y arreglo de aquella magnífica «sala roja». La súbita aparición de Delaberge le causó tal sorpresa, que dejó caer el plumero que tenía en la mano y se puso intensamente pálida. No se moleste por , señora Princetot dijo Delaberge mientras cerraba tras de la puerta.

Siendo ambos por temperamento nada comunicativos, amenazaba eternizarse esa frialdad, cuando Delaberge, molestado por su mismo silencio, se decidió a romperlo, diciendo: Señor Princetot, ya que es usted el adversario de la Administración a la que yo represento; pero, pues me hospedo en casa de su padre y acabamos de comer el pan sobre unos mismos manteles, no veo el motivo para que nos tratemos personalmente como enemigos.

A partir de aquel día la señora Princetot fue la amante del guarda general, y éste ya no se fastidió como antes en Val-Clavin. El señor Princetot se ausentaba con frecuencia para ir a hacer sus compras de vinos o para venderlos a sus clientes de la montaña, de lo que los amantes se aprovechaban.

Al día siguiente de aquel en que Delaberge había ayudado a la señora Liénard al arreglo de sus jarrones, Simón Princetot, terminado el almuerzo, atravesó la cocina del Sol de Oro y se dirigió hacia la escalera que conducía a la habitación roja. Había ya puesto el pie sobre el primer escalón cuando la señora Miguelina que le seguía con mirada ansiosa, le preguntó: ¿Dónde vas?

Y aun podría suceder que ya no estuviese en el pueblo. Ya bastante rico Princetot, vendió tal vez su hospedería y probablemente ni el recuerdo existía ya del famoso Sol de Oro... Por lo demás, fácil sería adquirir noticias sobre este punto preguntando al cochero. Este, que llevaba con frecuencia viajeros de una parte a otra, conocería con seguridad los sucesos del país...

De pronto un rayo de luz atravesó el cerebro de Francisco. Seguramente no al Príncipe tan sólo deseaba Miguelina hacer ignorar sus faltas de la juventud... Súbitamente surgió la simpática figura de Simón ante los ojos del inspector general. Sin duda, la señora Princetot deseaba que su hijo ignorase su culpable conducta de otros tiempos, y por él se alarmaba principalmente.

Hablaron todavía un buen rato en la terraza, donde, en medio de un suave crepúsculo, esparcían las madreselvas su penetrante perfume; después, ya casi completamente oscurecido y cuando comenzó a mostrarse la luna por encima de los bosques, levantóse Delaberge para despedirse y Simón Princetot hizo lo mismo. ¡Buenas noches, señores! dijo la señora Liénard.

Movido por el despecho y también por el vehemente deseo de conocer la causa de tan incomprensible enemiga, Delaberge abandonó a su vez la sala. Desde los umbrales de la alcaldía vio a Simón Princetot despidiéndose de sus amigos y atravesando lentamente la plazuela. El inspector general apretó el paso y le alcanzó ya bajo los tilos del paseo.