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Trabajaba con entusiasmo, bajo la fresca impresión de los incidentes de la víspera. A pesar suyo, ejercían sobre sus determinaciones una sutilísima influencia la sonriente imagen de la señora Liénard y la simpática persona del joven Simón.

Algunos minutos después llegaba el inspector general a la verja de hierro, llamaba en ella y preguntaba por la señora Liénard, atravesando luego los caminillos, guiado por la jardinera que le dejó a la entrada de la casa donde esperaba una elegante camarera, la cual le introdujo en un salón de la planta baja. ¡Ah! señor, ¡cuánto le agradezco que haya cumplido su promesa!

El aislado pabellón y las precauciones tomadas para sustraerse a toda clase de indiscretas miradas, daban a aquella cita un aspecto galante que de una manera deliciosa conturbaba su corazón de viejo soltero. Al dejar el vaso sobre la mesa, volvió Delaberge hacia la señora Liénard su mirada tiernamente interrogativa.

Mi difunto marido, el señor Liénard, era un hombre honrado, pero un compañero poco agradable; débil y a la vez duro de corazón, enfermizo y prematuramente viejo, me tenía encerrada sin quererlo en una atmósfera llena de melancolías y de fastidio.

Recordaba sus menores palabras y se las repetía complacientemente, como nos gusta oler de vez en cuando la rosa que hemos arrancado al paso. Cuando le vio aparecer en el encuadramiento de las cortinas del salón, Camila Liénard dejó precipitadamente el bordado en que trabajaba; brillaron sus ojos y una rápida oleada de rubor coloreó sus mejillas. ¡Bienvenido, señor Delaberge! dijo.

Sabía que Simón habíase encargado del asunto de los deslindes sólo para complacer a la señora Liénard y veía con terror el desarrollo de una pasión, que, según ella, no podía tener para su hijo sino crueles desengaños. Díjose que excitando los celos de Simón podía lograr dos cosas de una vez: hacerle olvidar su engañoso amor y alejarlo para siempre de Delaberge.

Al día siguiente de aquel en que Delaberge había ayudado a la señora Liénard al arreglo de sus jarrones, Simón Princetot, terminado el almuerzo, atravesó la cocina del Sol de Oro y se dirigió hacia la escalera que conducía a la habitación roja. Había ya puesto el pie sobre el primer escalón cuando la señora Miguelina que le seguía con mirada ansiosa, le preguntó: ¿Dónde vas?

Para distraerse de tan hondas preocupaciones y quizás también con la esperanza de encontrar a Simón Princetot en Rosalinda, resolvió Francisco hacer una nueva visita a la señora Liénard. La perspectiva de pasar una hora o dos en compañía de la encantadora viuda le alegraba suavemente el corazón.

La conversación se hizo general con gran sentimiento de Delaberge. La vivacidad con que la señora Liénard defendía sus derechos había despertado su interés. La originalidad evidentísima de aquella mujer contrastaba extraordinariamente con la falta de carácter de la mayoría de los invitados. En el calor de la discusión tomaba su rostro expresiones encantadoras.

Entonces no diga usted esa triste palabra «adiós», pues hemos de vernos todavía. Ciertamente, no marcharé sin despedirme de usted y sin estrechar su mano. Hablaba Delaberge con voz contristada y se disponía a salir. Lo notó Camila Liénard y vio el aire de tristeza que oscurecía su rostro.