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Actualizado: 15 de mayo de 2025
Subió Delaberge a su habitación, pero los incidentes de aquella tarde le tenían un poco excitado y no se sentía con ganas de dormir. Abrió la ventana que daba al jardín. Hacia el otro extremo de la fachada vio una luz en una ventana y recordó que era aquélla su habitación, ahora ocupada por Simón Princetot.
De buena estatura, bien tallada, de sedosa piel y con unos melancólicos ojos grises, tenía muy amables maneras y la sonrisa, de sus labios carnosos formaba en sus mejillas aquellos atrayentes hoyuelos que el pueblo llama «nidos de amor». Inteligente y de percepción pronta, hacía lo que quería del gordo Princetot, quien por completo entregado a su comercio de vinos, le dejaba gobernar la hospedería a su gusto, cosa que hacía ella a las mil maravillas.
No, señor le contestaron; el patrón está en la ciudad; su hijo ha salido también para encontrarse con él y regresar juntos, de modo que no habrán vuelto antes de las diez. ¿Y la señora Princetot? La señora está en la iglesia, pero no puede ya tardar.
Habían llegado arriba de la cuesta, y de un ligero brinco el joven Princetot tomó de nuevo su sitio en el carruaje; cosquilleó con su látigo el cuello del caballo y recomenzó éste su trote ligero.
¡Está usted loca! No estoy loca... Mírele usted bien. Querría usted desconocerlo y le sería imposible... Es necesario todo el aplomo de la señora Miguelina para atreverse a afirmar que el muchacho tiene algo de los Princetot.
Hubiérase dicho que, avergonzado de haber sido visto en aquel sitio, trataba de escapar y de esconderse tras las altas espigas a fin de no ser reconocido. El inspector general se detuvo un momento contemplando la figura de aquel hombre que cada vez se iba haciendo menos distinta. ¡Es singular! dijo Delaberge casi en voz alta. Tiene este fugitivo una gran semejanza con Simón Princetot.
Entre las gentes que le conocieron en otro tiempo, muchos sin duda habrían desaparecido. Los hombres maduros de entonces serían ahora ancianos y habrían tomado su puesto los jovenzuelos de otros días, preocupándose muy poco por lo pasado. La misma señora Princetot tendría ya cincuenta y cuatro años, y es natural que la edad la hubiese hecho más discreta.
Escondido el rostro entre sus manos, la señora Princetot movía negativamente la cabeza y se limitaba a repetir con obstinación. ¡Ay, Dios mío!... ¡Dios mío!... ¿Por qué... por qué?... Se defendía aún, pero mucho más débilmente. ¿Por qué? replicó Delaberge.
Simón Princetot no me ha hecho confidencia alguna... Mis palabras no tienen otro motivo que el vivísimo y simpático interés que siento por usted, señora mía... Volvamos ahora a sus escrúpulos. En realidad, si duda usted y vacila en seguir su propia inclinación, no es sino por el temor de lo que han de decir las gentes... Camila convino en ello con toda franqueza.
Palabra del Dia
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