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Actualizado: 15 de mayo de 2025
¿Qué Príncipe? exclamó Delaberge algo desorientado. El cochero echóse a reír. Quiero decir el señor Princetot, pardiez... Es un apodo que le dan, tan rico es y tan poderoso... Le llaman el Príncipe y a su mujer la Princesa... Yo le aseguro a usted que son gente rica... La mitad del término es suyo.
Mientras hablaba y desarrollaba sus ideas, con frecuencia opuestas a las del inspector general, éste estudiaba la fisonomía de su adversario y en vano buscaba en ella semejanzas con el matrimonio Princetot. En realidad, el joven no había salido a su padre ni aun a su madre. No tenía en los ojos ni la somnolencia maliciosa del Príncipe, ni tampoco la indolente languidez de su madre.
El joven Princetot había acompañado a Delaberge hasta los mismos andenes... Francisco le envolvió en aquel supremo momento en una afectuosísima mirada y nunca le pareció tan evidente su semejanza con el hijo de Miguelina... ¡Valor, y buena suerte! le dijo con voz que se esforzaba en hacer serena.
Estas palabras, lejos de tranquilizar a la señora Princetot, parecieron aumentar todavía su espanto; había de nuevo juntado sus manos y se las retorcía nerviosamente. Al mismo tiempo, vio Delaberge que las lágrimas humedecían los ojos de la hostelera. ¿Qué tiene usted? continuó. Diríase que mis palabras le causan pena... Sentiría con toda el alma que involuntariamente...
Sí, pero luego sería preciso decir los nombres y la calidad, con lo cual quedaba destruido el incógnito. Además, su reserva podría parecer extraña al bueno de Princetot. A despecho de su experiencia y de su despierto espíritu, el inspector general estaba hecho del mismo barro que el resto de los hombres.
Admitiendo que su presencia pudiese despertar en algunos espíritus malévolos las malicias de otros tiempos, la señora Princetot era mujer bastante experimentada para no haber tomado sus precauciones y preparado sus medios de defensa. Por otra parte, el bueno de Princetot, que por tanto tiempo había estado sordo, no lo iba a estar ahora menos...
Buenas tardes, señor Princetot... Ya veo que no me reconoce usted. El Príncipe medio cerró de nuevo sus pequeños ojos, se pasó la mano por sus cabellos ya enteramente blancos, se rascó la oreja y dijo descubriendo su gran perplejidad: A fe mía, señor, que no tengo el placer... Soy, no obstante, uno de sus antiguos huéspedes... El señor Delaberge.
Comía solo o en compañía de su hospedero, el señor Princetot, un hombre de rostro sonrosado, de mirada llena de malicia y cuya conversación giraba invariablemente sobre los vinos que almacenaba en su bodega, para revenderlos luego lo más caro posible a los pequeños comerciantes de la montaña. En esa gris y tristísima sinfonía del fastidio, daba la hospedera una nota única de color y de alegría.
Como había dicho Simón a su madre, el día siguiente era el señalado para la reunión del sindicato que se había constituido para resistir mejor a las pretensiones de la Administración forestal; se componía de algunos consejeros comunales, de varios propietarios de los pueblos vecinos y de Simón Princetot, que más especialmente representaba a la señora Liénard.
Esa semejanza no saltaba a los ojos, como había maliciosamente pretendido la Fleurota; para descubrirla era necesario estudiar muy de cerca y en la intimidad los modos de ser y de expresarse del joven Princetot.
Palabra del Dia
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