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Actualizado: 18 de mayo de 2025


Mientras, tanto iba pasando el invierno, reverdecía la primavera en los bosques y bajo su influencia una familiaridad cada vez mayor fue estableciéndose entre Delaberge y la señora Princetot. Un domingo por la tarde había subido Miguelina al cuarto del forestal y allí, asomada a la ventana, se esforzaba por alcanzar las ramas de un florido tilo que subía por la fachada de la casa.

La noche era oscura, pero en el cielo relucían millares de estrellas y cantaban los ruiseñores en las alamedas próximas... Era la misma música que en otros tiempos acompañó sus dúos de amor con la señora Miguelina.

Después de haber visto a la mujer aquélla con indiferencia, gradualmente fue descubriendo Delaberge en ella encantos que antes no había sospechado y, gracias al aislamiento en que vivía, fue pareciéndole cada vez más deseable. Con frecuencia, cuando el forestal comía solo, después de quitados los manteles, la señora Miguelina se quedaba un rato conversando con su huésped.

¿Ha conservado usted al menos la clientela del Sol de Oro? ¡Ah! no... Hace ya mucho tiempo que el Sol de Oro no luce para ... Se han hecho demasiado orgullosos... Además, es necesario saber que mi rostro disgustaba a la señora Miguelina: recordábale cosas que ella desea tener olvidadas.

Prometieron escribirse: ni uno ni otro cumplieron su promesa y un silencio absoluto cayó entre ellos. Delaberge, que no había puesto en aquella mujer sino los sentidos, fue olvidándola poco a poco, suponiendo que la señora Miguelina se consolaría rápidamente y pondría a otro en su puesto.

Miguelina por la primera vez levantó hasta él sus ojos humedecidos, a los que habían las lágrimas devuelto algo de su antigua luminosidad y de su sensual languidez. ¡! exclamó juntando las manos. ¡Márchese... márchese lo antes que pueda, yo se lo ruego!...

Esta maligna insinuación de la Fleurota acababa de despertar en su espíritu una inquietud mal adormecida. Esta mujer, contemporánea de Miguelina, a la que había tratado sin duda con familiaridad, recibió tal vez algún día íntimas confidencias de la hostelera del Sol de Oro. Era mujer muy despierta y debía saber muchas cosas.

Y he aquí que los azares administrativos le volvían a este pueblo perdido en el fondo de los bosques; he aquí que los detalles, el aire ambiente, la fisonomía del camino tantas veces hecho en otros tiempos, evocaban en su espíritu la imagen de la señora Miguelina, que él creía enterrada bajo el más absoluto olvido... Pero la muerte tan sólo puede producir el verdadero y total olvido.

Pero todo había ya finido y la misma viuda acababa de desengañarle entonces. Ahora, en que la espesa venda le había ya caído de los ojos; ahora en que ya no corría peligro de extraviarse su natural perspicacia, una clarísima luz iluminaba la situación: «El hijo de Miguelina podía ser también su hijo

Al llegar al corredor del primer piso oyó ruido en su cuarto cuya puerta había quedado sin cerrar. Intrigado por ello la empujó bruscamente y vio a la señora Miguelina ocupada en arreglar los muebles de la habitación.

Palabra del Dia

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