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Delaberge, despierta su curiosidad por el nombre de Princetot, examinó atentamente al joven que acababan de presentarle; pero éste se dirigía ya hacia la puerta mientras la viuda acompañándole le repetía: Convenido, cuento con usted... A las siete en punto nos sentaremos a la mesa. Cuando hubo salido, Delaberge preguntó: ¿Este señor Princetot sería acaso el hijo de mi hospedero del Sol de Oro?

El hospedero del Sol de Oro, recién afeitado, se había puesto una ancha blusa encima del traje y cubría su cabeza con un sombrero de anchas alas. Pesadamente subió en la charrette se le reunió en seguida su hijo Simón con las riendas en la mano.

Comía solo o en compañía de su hospedero, el señor Princetot, un hombre de rostro sonrosado, de mirada llena de malicia y cuya conversación giraba invariablemente sobre los vinos que almacenaba en su bodega, para revenderlos luego lo más caro posible a los pequeños comerciantes de la montaña. En esa gris y tristísima sinfonía del fastidio, daba la hospedera una nota única de color y de alegría.

Forondo dormía en casa de Han de Islandia, un espantable hospedero de la calle de la Madera. El joven montaraz y notable poeta Javier Bóveda le conoció allí. Por cierto que se asustó mucho; moribundo de tuberculosis, con sus barbas rojas, negras, amarillas, y en calzoncillos, no era precisamente una Venus saliendo de las olas.