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Por eso parecieron al inspector general verdaderamente pueriles las lamentaciones de la señora Princetot. De todas maneras esta escena de lágrimas se iba haciendo penosa. El continuado sollozo movía con violencia el desbordante pecho de la hostelera y sus carnosos labios agitábanse convulsivamente. Como había sido la causa de esa tempestad, se creyó Delaberge en el deber de calmarla.

Reduzcamos aún el tamaño, aligeremos su gordura, ablandemos la espina, y sobre todo, suprimamos esa cola, ó más bien, dividamos la horquilla en dos apéndices carnosos que serán de mayor utilidad.

Alternada en estos casos con el azufre, facilita el desarrollo de los granos carnosos; efecto que produce en cualquiera otra úlcera atónica con pérdida de sustancia.

, señora: halo visto... jablao con él replicó el gitano, mostrando dos carreras de dientes ideales por su blancura, igualdad y perfecta conservación, que se destacaban dentro del estuche de dos labios enormes y carnosos, de un violado retinto . Le vide en la puente... díjome que moraba dende anoche en las casas de Ulpiano... y que... no qué más... Desapártese, buena mujer, que esta bestia es mu desconsiderá, y cocea...».

Pero era en las horas de sol, en aquel mar de cristal azul, viendo allá bajo, a través de fantástica transparencia, las rocas amarillas con sus hierbajos puntiagudos como ramos de coral verde, las conchas de color rosa, las estrellas de nácar, las flores luminosas de pétalos carnosos estremeciéndose al ser rozados por el vientre de plata de los peces; y ahora estaba en un mar de tinta, perdido en la oscuridad, agobiado por sus ropas, teniendo bajo sus pies ¡quién sabe cuántos barcos destrozados, cuántos cadáveres descarnados por los peces feroces!

Sobre las almohadas destacábanse cabezas de mujeres de verdosa demacración, con las cabelleras enmarañadas y sucias. Maltrana recordó las salas de los hombres. Estos eran menos repugnantes en sus dolencias. La hembra se agostaba con la mayor rapidez así que la enfermedad disolvía los almohadillados carnosos de sus encantos. El médico se detuvo ante un lecho: allí tenía a la que buscaba.

Es su ahijado, su ahijado se apresuró a declarar Julián, que desearía ponerle al chico un tapón en aquella boca risueña, de carnosos labios cupidinescos. No pudiendo hacerlo intentó sacar la conversación de terreno tan peligroso. ¿Para qué querías los huevos? Dilo y te doy otros dos cuartos, anda. Los vendo declaró Perucho concisamente. Con que los vendes, ¿eh?

De buena estatura, bien tallada, de sedosa piel y con unos melancólicos ojos grises, tenía muy amables maneras y la sonrisa, de sus labios carnosos formaba en sus mejillas aquellos atrayentes hoyuelos que el pueblo llama «nidos de amor». Inteligente y de percepción pronta, hacía lo que quería del gordo Princetot, quien por completo entregado a su comercio de vinos, le dejaba gobernar la hospedería a su gusto, cosa que hacía ella a las mil maravillas.

En su boca, grande, de labios sensuales y carnosos, por entre los cuales asomaba la dentadura espléndida y luminosa, parecía apuntar una sonrisa acariciando el paisaje. ¡Qué hermoso es esto! dijo sin volverse hacia su acompañante. ¡Cómo deseaba volver a verlo! Por fin llegaba la ocasión para hacer la ansiada pregunta: ella misma se la ofrecía.

Otras veces entreabría con esfuerzo los carnosos párpados, y enviaba de sus ojos, profundos y tristes, miradas de agradecimiento a los que le rodeaban. Cuando el camarero repicó a la puerta, la duquesa buscaba una medicina entre los frascos del tocador. Había tomado en la mano un pomo que decía: «La onda del Leteo. Tinte indeleble para el cabello», y pensaba: «Voy a probar yo este tinte.