United States or Libya ? Vote for the TOP Country of the Week !


¿Quién que ve un vaso roto, o un edificio en ruina, o una palma caída, no piensa en las viudas? A don Manuel no le habían bastado las fuerzas, y en tierra extraña esto había sido mucho, más que para ir cubriendo decorosamente con los productos de su trabajo las necesidades domésticas. Ya el ayudar a Manuelillo a mantenerse en España le había puesto en muy grandes apuros.

Y era también que doña Andrea conocía que su pobre hijo había nacido comido de aquellas ansias de redención y evangélica quijotería que le habían enfermado el corazón al padre, y acelerado su muerte, y como en la tierra en que vivían había tanto que redimir, y tanta cosa cautiva que libertar, y tanto entuerto que poner derecho, veía la buena Madre, con espanto, la hora de que su hijo volviese a su patria, cuya hora, en su pensar, sería la del sacrificio de Manuelillo.

Se fue el de las odas en un bergantín que había venido cargado de vinos de Cádiz; y sentadito en la popa del barco, fijaba en la costa de su patria los ojos anegados de tan triste manera, que a pesar del águila nueva que llevaba en el alma, le parecía que iba todo muerto y sin capacidad de resurrección y que era él como un árbol prendido a aquella costa por las raíces, al que el buque llevaba atado por las ramas pujando mar afuera, de modo que sin raíces se quedaba el árbol, si lograba arrancarlo de la costa la fuerza del buque, y moría: o como el tronco no podía resistir aquella tirantez, se quebraría al fin, y moría también; pero lo que don Manuelillo veía claro, era que moría de todos modos.

El dibujo de Goya, única prenda que no se arrepintió doña Andrea de haber vendido, porque le trajo un amigo, lo compró Juan Jerez; Juan Jerez que cuando murió en Madrid Manuelillo, y la madre extremada por los gastos en que la puso una enfermedad grave de su niña Leonor, se halló un día pensando con espanto en que era necesario venderlos, compró los libros a doña Andrea, mas no se los llevó consigo, sino que se los dejó a ella «porque él no tenía donde ponerlos, y cuando los necesitase, ya se los pediría». Muy ruin tiene que ser el mundo, y doña Andrea sabía de sobra que suele ser ruin, para que ese día no hubiese satisfecho su impulso de besar a Juan la mano.

Y todas las maravillas de la casa fueron cayendo en manos de inclementes compradores; una escena autógrafa de El Delincuente Honrado de Jovellanos; una colección de monedas romanas y árabes de Zaragoza, de las cuales las árabes estimulaban la fantasía y avivaban las miradas de Manuelillo cada vez que el padre le permitía curiosear en ellas; una carta de doña Juana la Loca, que nunca fue loca, a menos que amar bien no sea locura, y en cuya carta, escrita de manos del secretario Passamonte, se dicen cosas tan dignas y tan tiernas que dejaban enamorados de la reina a los que las leían, y dulcemente conmovidas las entrañas.

Escribía Manuelillo, en semejanza de lo que estaba en boga entonces, unas letrillas y artículos de costumbres que ya mostraban a un enamorado de la buena lengua; pero a poco se soltó por natural empuje, con vuelos suyos propios, y empezó a enderezar a los gobernantes que no dirigen honradamente a sus pueblos, unas odas tan a lo pindárico, y recibidas con tal favor entre la gente estudiantesca, que en una revuelta que tramaron contra el Gobierno unos patricios que andaban muy solos, pues llevaban consigo la buena doctrina, fue hecho preso don Manuelillo, quien en verdad tenía en la sangre el microbio sedicioso; y bien que tuvieron que empeñarse los amigos pudientes de don Manuel para que en gracia de su edad saliese libre el Pindarito, a quien su padre, riñéndole con los labios, en que le temblaban los bigotes, como los árboles cuando va a caer la lluvia, y aprobándole con el corazón, envió a seguir, en lo que cometió grandísimo error, estudios de Derecho en la Universidad de Salamanca, más desfavorecida que otras de España, y no muy gloriosa ahora, pero donde tenía la angustiada doña Andrea los buenos parientes que le enviaban las farinetas.

No murió don Manuel del pesar de que hubiese muerto su hijo, aunque bien pudo ser; sino que dos años antes, y sin que Manuelillo lo supiese, se sentó un día en su sillón, muy envuelto en su capa, y con la guitarra al lado, como si sintiese en el alma unas muy dulces músicas, a la vez que un frescor húmedo y sabroso, que no era el de todos los días, sino mucho más grato.

Pero nunca se lo quiso decir doña Andrea a Manuelillo, a quien contaban que el padre no escribía porque sufría de reumatismo en las manos, para que no le entrase el miedo por las angustias de la casa, y quisiese venir a socorrerlas, interrumpiendo antes de tiempo sus estudios.

Una vez, con unos cuantos compañeros suyos, publicó en el colegio un periodiquín manuscrito, y por supuesto revolucionario, contra cierto pedante profesor que prohibía a sus alumnos argumentarles sobre los puntos que les enseñaba; y como un colegial aficionado al lápiz pintase de pavo real a este maestrazo, en una lámina repartida con el periodiquín, y don Manuel, en vista de la queja del pavo real, amenazara en sala plena con expulsar del colegio en consejo de disciplina al autor de la descortesía, aunque fuese su propio hijo, el gentil Manuelillo, digno primogénito del egregio varón, quiso quitar de sus compañeros toda culpa, y echarla entera sobre ; y levantándose de su asiento, dijo, con gran perplejidad del pobre don Manuel, y murmullos de admiración de la asamblea: Pues, señor Director: yo solo he sido.