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La desilusión, la esperanza perdida, le trajo a la vida monástica. En ambos reinos, unidos ya bajo el centro de Isabel y Fernando, había cambiado todo y era menester que Morsamor también cambiase. La paz y el orden con enérgica severidad habían venido a sobreponerse a la confusión y al alboroto que estimulaban tanto la ambición y la codicia.

Por tanto, con increíble sentimiento y dolor de su corazón, se vió obligado á volver atrás y diferir la empresa hasta el año siguiente: Mas el celo de las almas y de la mayor gloria de Dios, que estimulaban al Apostólico Padre á proseguir lo comenzado, no le dejaron esperar á que abriese el tiempo, y aunque de las continuas lluvias que caían estaban anegadas las campañas, resolvió exponerse segunda vez á los riesgos y peligros pasados.

Vivió en Tarija el P. Tolú hasta el año de 98 en que pasó con oficio de Superior á las Misiones de los Chiquitos con gran júbilo de su corazón, por ver puestos en ejecución los ardientes deseos de emplear sus fatigas en la conversión de los infieles; y aunque las grandes y frecuentes enfermedades le estimulaban á proponer su ningún talento para aquel empleo, todavía, después que en una grave enfermedad, el dolor más agudo que le traspasaba el corazón en aquellos extremos, fué el haberse excusado una vez en ejecutar un orden de sus superiores, arrojándose en manos de Dios, vino con aquel oficio á estas Reducciones en que por no estar aún las cosas puestas en forma, tuvo ocasión de merecer mucho.

Puede quedarse en él... ¿Quiere usted ponerle la Santa Unción? Ni las ideas del enfermo, ni el caos que reinaba en aquel momento en su cabeza le estimulaban a hacerlo. Sin embargo, el P. Gil abrió como un autómata la caja de los óleos y se dispuso a imponer el último sacramento a su desdichado amigo. Hubo que alzar un poco la ropa para ungirle los pies.

Y todas las maravillas de la casa fueron cayendo en manos de inclementes compradores; una escena autógrafa de El Delincuente Honrado de Jovellanos; una colección de monedas romanas y árabes de Zaragoza, de las cuales las árabes estimulaban la fantasía y avivaban las miradas de Manuelillo cada vez que el padre le permitía curiosear en ellas; una carta de doña Juana la Loca, que nunca fue loca, a menos que amar bien no sea locura, y en cuya carta, escrita de manos del secretario Passamonte, se dicen cosas tan dignas y tan tiernas que dejaban enamorados de la reina a los que las leían, y dulcemente conmovidas las entrañas.