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Me pongo en marcha entre el tumulto. Del lado del bosque, el cielo está cubierto de miriadas de luces de colores, cohetes, bombas que estallan en las alturas y caen en lluvias chispeantes, violetas, rojizas, azules, blancas, anaranjadas. Al frente, en el extremo, sobre la multitud que culebrea en la Avenida, la plaza de la Concordia parece un incendio.

El Rey también lo llevaba, y seguía inmediatamente á la custodia. Es ésta una ceremonia de las más bellas que se pueden ver... A las dos de la madrugada la procesión estaba todavía en la calle. Cuando pasó delante del palacio, se tiraron bombas de pólvora, y se dispararon muchos cohetes. El Rey fué á Santa María, iglesia próxima al palacio, para tomar parte en la procesión.

Fuera oíase el tañido de las campanas tocando a vísperas, estallaban los cohetes en la plaza, pasaban y volvían a pasar pífanos y tamboriles por las calles. Mugían los toros de Camargue, conducidos para la lidia. Acodado en el mantel, con lágrimas en los ojos, escuché la historia del pescadorcillo provenzal.

... son vergajos de cuero para que pueda ser vapuleado sin recibir golpes mortales... ¿Y las hachas de viento? ¿Y los cohetes? Todo está dijo uno sin poder disimular su gozo . El figurón vestido de todas armas a la antigua que ha de presentarse en lugar de lord Gray aguarda en aquella casa. Mamarracho igual no le ha visto Cádiz. Pero D. Pedro no parece...

Sonoros suspiros como pequeños cohetes salían de su pecho y se le ocurrían todos los versos, todas las frases de los poetas y escritores sobre la inconstancia de la mujer. Maldecía en su interior la creacion de los teatros, la opereta francesa, prometía vengarse de Pelaez á la primera oportunidad.

El gaitero y tamborilero ocupaban su sitio de honor en la tribuna, y el cohetero, rodeado siempre de un enjambre de chicos, se mantenía en lugar apartado con un haz de cohetes en la una mano y una mecha encendida en la otra, grave, inmóvil, silencioso, bien persuadido de su alto y principalísimo destino. Salió por fin el clérigo oficiante, seguido del diácono y subdiácano.

El sueño de Wladimira era vivir en París; y mientras hacía hervir delicadamente las hojas del , me rogaba que la contase historias picantes de «cohetes», y me confesaba su culto por Dumas, hijo.

Y escabullóse del comedor y subió a saltos la escalera del patinillo y volvió a bajar y a subir con los zapatos del niño y la ropa del niño y la camisa del niño... El cielo estaba obscuro y a intervalos los cohetes estallaban con alegre estampido, trazando en el espacio un reguero de fuego y deshaciéndose en fantástica lluvia de colores.

Salí de mi amargura para responderle secamente: Yo no como. ¡Más quedará! En aquel momento estallaban cohetes a lo lejos. Me acordé de que era domingo, día de toros; de repente una visión brilló, relampagueando, atrayéndome deliciosamente: era la corrida vista desde un palco, después de una comida con champagne, ¡y a la noche una orgía como una divina y suprema iniciación! Corrí a la mesa.

Un estruendoso cubo de cohetes de lucería salió bufando en todas direcciones; retumbó la música; hubo un minuto de gritos, vivas, estruendo y confusión, y nadie reparó en que un pobre viejo, un barquillero, salía del recinto mitad arrastrado y mitad en brazos de dos hombres. «Le dio un accidente», decían al verlo pasar, sin añadir otro comentario. Zagal y zagala