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Actualizado: 10 de julio de 2025


Cuando la misa termina vuelve la procesión en el mismo orden dando la vuelta á la iglesia. Las campanas redoblan alegremente; estallan los cohetes; cantan los clérigos; el anciano capitán se pone en marcha y sus placas de oro, ganadas en el campo de batalla, despiden vivos destellos. Entonces un estremecimiento corre por la multitud.

Ya todos en el salón, la capitana y su marido se arrodillan delante de un altar provisional en el que se coloca la imagen, á cuya advocación está el pueblo; el Alcalde coge el bastón y el párroco la corona, se pronuncia por el último una oración, se coloca sobre la cabeza de la capitana la corona, se entrega el bastón al capitán, y repetidos vivas atruenan el Tribunal; suena la música, se hacen disparos, revientan bombas y cohetes, y en medio de esta alegría y algazara, las dalagas cubren de flores á la capitana.

Los ángeles con vestidos blancos, y los demonios con otros de lino y seda, entretejidos de oro ó plata: encendidas las máquinas vomitaron con gran estrépito innumerables maquinillas, que llaman cohetes, en número de más de diez mil, y no hubo ninguna que no ardiese y no diera un horrendo estallido, de suerte que parecía que ardía todo, el cielo y la tierra y el aire, conmovido todo hasta en sus cimientos.

Y como si al caballo le hiciese cosquillas aquel gesto de la señora del balcón, saltaba y azotaba las piedras con el hierro; mientras las miradas del jinete eran cohetes que se encaramaban a la barandilla en que descansaba el pecho fuerte y bien torneado de la Regenta. Callaron, después de haber dicho tantas cosas.

El señor Bellido era singularmente afecto a los puntos suspensivos. Todas sus sentencias dejaban un rumor silbante de cohete. El que le oía, quedábase anhelante, esperando el estallido de la nuez. Generalmente, los cohetes no llevaban nuez. Pero cuando estallaban, la bomba era de dinamita. Prosiguió el señor Bellido.

De noche, sobre el negro cielo, surgen las más hermosas especies de una flora rutilante, tallos de fuego que se elevan rápidamente, y alla arriba echan de improviso cantidad de flores, de luz, que duran un momento y se deshojan cayendo en chispas: son los cohetes.

Las jóvenes, adornadas con lindos pañuelos de colores, formaban grupos a las puertas de las casas. Vendedores de frutas y confites atronaban con sus gritos. Las tabernas rebosaban de gente, y los puestos de vino entoldados que había en medio de las calles lo mismo. Repicaban las campanas y estallaban sin cesar los cohetes. El sol reía en el espacio.

Hasta que a eso de las nueve se fue hacia la plaza tocando un paso doble, y desde allí salió por la carretera de Lancia a esperar al prelado, al gobernador y a las personas que los acompañaban. No tardaron en llegar en seis coches que con el estrépito de sus ruedas estremecieron de júbilo la villa. Una nube de cohetes estalló en el aire.

Cuando alguna vez le decía don Mateo, que pasaba siempre en su tienda algunas horas: Severino, ¿vamos a preparar algo para la víspera de San Antonio? ¡Para qué, don Mateo, para qué! respondía el tendero con desaliento. Una iluminacioncita de doscientos faroles nada más, un globo y algunos cohetes. ¿Quiere usted que nos cueste a nosotros el dinero como la fiesta de Santa Engracia?

Cuando el gaitero y el tamborilero desmayaban, hacía qué sus criados les sirviesen vino; y algunas veces también corría al sitio donde se hallaba Celso y disparaba en su lugar algunos cohetes con tal precipitación que no andaba lejos de abrasarse y abrasar á los que estaba cerca. Porque era extraña y sorprendente la impetuosidad que aquel caballero imprimía á sus movimientos.

Palabra del Dia

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