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Una mañana, Caragòl fué en busca del capitán, que estaba escribiendo en su camarote. Venía de tierra, de hacer sus compras en el mercado. Al pasar por la rue de Siam, la vía más importante de Brest, donde están los cafés, los teatros y los cinemas, había tenido un encuentro. Un encuentro continuó con sonrisa misteriosa . ¿A que no adivina usted quién es?...

Las autoridades no consideraron necesario averiguar más, clasificando el hecho como una simple pelea entre refugiados. El servicio de aprovisionamiento de las tropas de Oriente hizo navegar á Ferragut en los meses sucesivos formando parte de un convoy. Un despacho cifrado le llamaba unas veces á Marsella, otras á un puerto atlántico: Saint-Nazaire, Quiberón ó Brest.

Usted conocerá seguramente la ciudad de Brest, cuya rada es magnífica. Al día siguiente de llegar allí, paseaba por los muelles, contemplando la punta del Cuervo y la de los Españoles, la embocadura del río Elhorn, y en el puerto las fragatas, los bricks, los vapores y las largas chalupas de cincuenta remos, tripuladas por los forzados.

Todos los días hace un milagro... Hay una escala santa que los devotos suben de rodillas, y muchos de esos chicos la han subido. Yo quisiera... En otro de los viajes á Brest, esperaba que Ferragut le permitiese ir á Auray el tiempo necesario para subir la escalera de rodillas, ver á Santa Ana y volver á bordo. Ya no estaba el buque en el puerto comercial.

Le hizo describir muchas veces cómo era la tumba del santo en el crucero de la catedral, las apolilladas tapicerías que perpetuaban sus milagros, el busto de plata que guardaba su corazón... Además, la puerta principal de Vannes se llamaba de San Vicente, y los recuerdos del santo estaban aún vivos en sus crónicas. También se propuso visitar esta ciudad cuando el buque volviese á Brest.

Su primer impulso fué denunciarla. Luego se arrepintió, por los escrúpulos de una caballerosidad absurda... Además, tendría que explicar su pasado á los jefes de Brest, que apenas le conocían. Estaba lejos aquel marino de Salónica que sabía comprender los errores pasionales. Quiso vigilar por mismo, y en la tarde se fué á tierra.

Está una diez o doce meses sin verle, y al fin, si no se le comen los señores salvajes, vuelve hecho una miseria, tan enfermo y amarillo que no sabe una qué hacer para volverle a su color natural... Pero pájaro viejo no entra en jaula, y de repente viene otro despachito de Madrid... Vaya usted a Tolón, a Brest, a Nápoles, acá o acullá, donde le da la gana al bribonazo del Primer Cónsul... ¡Ah!, si todos hicieran lo que yo digo, ¡qué pronto las pagaría todas juntas ese caballerito que trae tan revuelto al mundo

En el viaje que yo fuí de grumete naufragaron una porción de barcos, y más de cincuenta hombres de aquella costa se ahogaron. No había para porvenir de ninguna clase en el país; no tenía dinero, y antes de que viniese la odiosa quinta, decidí ir a Brest o a Saint-Malô, con intención de pasar a Inglaterra y embarcarme para América.

Por lo mismo que era el último viaje, les podía ocurrir algo malo. Pasó en el puente días enteros, examinando el mar, temiendo la aparición de un periscopio, variando el rumbo de acuerdo con el capitán, en busca de las aguas más solitarias, donde los submarinos no podían esperar caza alguna. Respiró al entrar por uno de los tres pasos del semicírculo de escollos que cierra la rada de Brest.

El 7 de marzo todos los pasajeros saludámos con alegría, desde temprano, la faja oscura que indicaba la cercanía del cabo Lizard, en la costa de Inglaterra, que determina con la punta francesa de Brest la ancha embocadura occidental del canal de la Mancha. Por una singular casualidad, el canal estaba tranquilo como un lago, y sus aguas verdes y trasparentes reflejaban un cielo magnífico.