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Para Caragòl no ofrecía dudas la suerte de todo submarino que les saliese al encuentro: el «chico de Vannes» iba á hacerlo añicos al primer disparo. Una tarjeta postal, obsequio del bretón, representando la tumba del santo, figuraba en el sitio de honor de la cocina. El viejo le rezaba como si fuese una estampa milagrosa, y el Cristo del Grao iba quedando en segundo término.

Tal vez había sufrido una simple avería que le obligaba á ocultarse. Para Caragòl era indiscutible la pérdida del submarino. Consideraba innecesario preguntar el nombre del que lo había hecho pedazos. Ha sido el de Vannes... Sólo él puede ser. Los otros artilleros no existían.

Le hizo describir muchas veces cómo era la tumba del santo en el crucero de la catedral, las apolilladas tapicerías que perpetuaban sus milagros, el busto de plata que guardaba su corazón... Además, la puerta principal de Vannes se llamaba de San Vicente, y los recuerdos del santo estaban aún vivos en sus crónicas. También se propuso visitar esta ciudad cuando el buque volviese á Brest.

Entre estos «chicos» heridos en la guerra, que habían pasado á la reserva naval y tripulaban el Mare nostrum, uno era distinguido por la predilección del viejo. Podía hablarle en español, á causa de sus navegaciones trasatlánticas, y además había nacido en Vannes.

Nunca se había preocupado de averiguar dónde estaba la sepultura del famoso apóstol de Valencia,.. Recordó de pronto una estrofa de los «gozos» que cantaban ante los altares del santo los devotos de su tierra. Efectivamente, había ido á morir «en Vannes de Bretaña», nombre geográfico que hasta entonces carecía de significado para él... ¡Y este muchacho era de Vannes!

Si daban alguna recompensa, que fuese para el «chico de Vannes». Luego añadió, como si reflejase los pensamientos de su capitán: Da gusto navegar así... A nuestro vapor le han salido dientes, y ya no tendrá que huir como una liebre asustada... Que lo dejen hacer su camino en paz, porque ahora muerde. Todo el resto del viaje hasta Salónica fué sin incidentes.

Apenas se aproximaba á sus dominios, salía á su encuentro con una sonrisa de invitación: «¿Un refresco... VicenteLa mejor silla era para él. Caragòl había olvidado su nombre por innecesario. Al ser de Vannes, sólo podía llamarse Vicente.