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En el albor de la vida Es muy hermoso vivir, Porque su senda florida Nos la imágen querida Del puerto á que hemos de ir. Pero esas horas benditas Pasan con velocidad, Y envueltas en negras cuitas Nos quedan rosas marchitas Que arrastra la tempestad. Y con su manto de hielo La eternidad nos envuelve, Y en ancho mar de consuelo Se sacia el ardiente anhelo Que la existencia revuelve.

Dime lo que dicen alma y fama. ALBOR. ¡Oh ilustre y generoso decendiente De aquellos malogrados Bencerrajes Por su valor y envidia juntamente! ¡Oh reliquia de aquellos dos linajes! ¡Oh fénix de su muerte, sangre y fuego, Porque mejor de los aromas bajes! No es tu padre el alcaide de Cartama, Que, puesto que es tan noble, fué Selimo, Pero el Alcaide, como ves, me llama. No puedo detenerme.

En esa edad infantil Exenta de sinsabores, Es tu camino de flores, Tu vida sueño de amor; Pero antes de penetrar A otro camino de abrojos, Cerrando tus bellos ojos Duerme tranquila, Leonor. Paloma de la inocencia Tan cándida como bella, Tan pura como una estrella De la mañana en su albor, Si quieres vivir feliz No dejes tu blando nido, Mientras te canto al oido Duerme tranquila, Leonor.

Después, reclinado en el fondo del cupé, iba a las «ventanas verdes» donde alimentaba, en un jardín, digno de un serrallo, entre refinamientos musulmanes, un vivero de hembras, y envuelto en una túnica de seda fresca y perfumada, me entregaba a los delirios más abominables... Me traían medio muerto a casa, al primer albor de la mañana, hacía maquinalmente la señal de la cruz, y, a poco, roncaba sonoramente, lívido y sudoroso, como un Tiberio exhausto.

ALBOR. Fuése la lengua engañada Al nombre ilustre que oíste; Que ya no hay en todo el mundo Sino . ABIND. ¿Cómo? ALBOR. No digo Sino que eres segundo Al valor de que es testigo Cielo, tierra y mar profundo. ABIND. No, Alborán, eso me di. Dame esa mano. ALBOR. Mancebo ¡Qué deudos perder te vi! Reviente con llanto nuevo El alma de nuevo aquí.

No... el día que yo llegue a amar, amaré como ninguna. ¿A ? No lo , a cualquiera; a usted, si es capaz de hacerme feliz, a otro, si usted no lo es... En aquel momento comenzaba a amanecer; el primer albor del día dibujábase tras de las torres de San Francisco y el horizonte empezaba a teñirse débilmente de tintas rojas.

ABIND. Tanto estimo... ALBOR. Venme después a hablar. ABIND. ¿Qué así me dejas? ALBOR. Perdona un poco. ABIND. Mi esperanza animo: Cierre la puerta el alma a tantas quejas. Hermosas, claras, cristalinas fuentes, Jardines frescos, celebrados árboles, Que aquí me vistes de Jarifa hermano, Ya no soy el hermano de Jarifa; Ya puedo ser su amante y ser su esposo: Dad todos parabién a Abindarráez.

Aún no llegaba el día, no spuntaba il dolce albor de la canción de Hans Sachs, pero se adivinaba que de un momento a otro comenzaría a clarear en el cielo la faja sonrosada del amanecer. Rafael hacía esfuerzos para llegar cuanto antes, animado por la voz de Leonora, que marcaba el compás a los remos. Su canto sonoro parecía despertar la campiña. En una alquería se iluminaba una ventana.

Como el medio día vence al albor de la mañana, tu beldad de hoy vence a la beldad con que hace quince años resplandeciste en Atenas. No dudo que tu alma se habrá mejorado y hermoseado también. ASCLEPIGENIA. No lo dudes. También mi alma se ha mejorado y hermoseado. PROCLO. Sea mil veces enhorabuena. ¿Y de quién es tu alma? ASCLEPIGENIA. En su unidad es del Uno.

El sol extendía ya por el firmamento sus dorados rayos; elevose dulcemente, y con inefable amor pintó de rosadas tintas los lejanos picachos. Y el albor de Navidad acarició tan tiernamente a Bar Sansón, que la montaña entera, como sorprendida en una acción generosa, se sonrojó hasta las nubes. Agitábase en conmoción Campo Rodrigo.