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Actualizado: 18 de junio de 2025
Desde muy niño, desde el albor de su vida, de que no tenía sino muy confusas memorias, se había criado en el castillo del terrible D. Fruela, poderoso magnate de la montaña. El castillo estaba en una altura muy cerca de la costa.
Huélgome mucho de hallaros En esta ocasión aquí: Llegad, que quiero abrazaros. ABIND. Sin duda trae Alborán Buenas nuevas. ZOR. No me dan Poco gusto, si este invierno Descansare del gobierno De militar capitán. ABIND. ¿Dejó Fernando la guerra? ALBOR. Por este año está olvidada.
ALBOR. Esta nueva Agora la fama lleva. ZOR. Tu buen suceso me agrada: No hay a quien amor no deba. ALBOR. Es muy propio del valor Obligar al tierno amor Desde el propio hasta el estraño. No habrá más guerras este año, Que ansí lo dice Almanzor. ZOR. ¿Traes cartas? ALBOR. Señor, sí. ABIND. ¡Nuestro padre! ZOR. ¡Oh hijos caros!
Hay allí algo como el rastro de una voluntad inteligente y de la tutela eterna y profunda de la naturaleza sobre el hombre, tiene que haber sido personificada por el indio cándido en la fuerza sobrehumana de uno de esos personajes que aparecen en el albor de las teogonías indígenas como emanaciones directas de la divinidad.
Del vago albor que clareaba en las cimas orientales, de las suaves tintas glaucas que todo lo invadían, brotaron lentamente, primero indecisos e indefinibles, luego distintos y bien perfilados, celajes y nubecillas de color de violeta, a través de las cuales vimos que desaparecían las estrellas entre ráfagas de fuego.
Palabra del Dia
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