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No puedo pensar. Dímelo , que sabes más de la vida. Desde anoche que no tengo otro deseo que verte: me faltaba el tiempo para llegar aquí y llamarte. eres lo único que me resta... Y miraba al doctor con ojos suplicantes, mientras éste se encogía de hombros, dudando de la eficacia de sus remedios para salvar á su primo. Me siento mal, Luis dijo quejumbrosamente Sánchez Morueta. Yo me conozco.

Estuvo Torquemada el Peor, los primeros días de su viudez, sin saber lo que le pasaba, dudando que pudiera sobrevivir á su cara mitad. Púsose más amarillo de lo que comunmente estaba, y le salieron algunas canas en el pelo y en la perilla.

Adriana, conmovida, a punto de llorar, contemplaba a Laura. "Ninguna clase de felicidad sería demasiado para ella", pensó con una tierna piedad. ¿Y Julio? preguntó de pronto. Carmen tuvo un gesto de curiosidad, dudando sobre la intención de la pregunta. ¿Hace tiempo que es amigo de ustedes? Unos tres años. Al cabo de otro silencio, Adriana se acercó más a Carmen y le tomó una mano.

Mas el viejo, al notar que le perseguían, zambulló el rostro en su gran cuello de pieles, y ocultando con presteza en el bolsillo del gabán algo que en la mano llevaba, entróse prontamente en el cuarto contiguo al de Jacobo. Quedósele este mirando sorprendido y receloso, y dudando entonces de que fuese el tío Frasquito, entró también en su aposento.

Huyó de la catedral, triste, aprensivo, dudando de la Humanidad, de la Justicia, del Progreso... y apretando los dientes para que no chocasen los de arriba con los de abajo.

Volviendo al corazón mismo de nuestro asunto, debo decirte que no me habló ella nunca de las Aliaga, de esa familia que idealizas. Adriana no las conoce, eso debe ser broma tuya. ¿Y hace tiempo que vienes aquí, a esta casa? He venido dos o tres veces, a lo sumo. ¡Ah! Ya estoy dudando de la misma Charito. Dos o tres veces... ¿Para qué te invitan?

El mismo día que llegó vio a Nuncia por la mañana al balcón. Por la tarde le entregó en el pórtico de San Rafael, al salir de la novena, un billete de declaración, que empezaba: «Señorita: Entre confuso y medroso, y dudando si en gracia de lo rendido me perdonará usted lo osado, confieso que mi único delito consiste en amar a usted...»

Después llegó a sus oídos que aquella cantatriz que alborotaba a todo Madrid, era protegida de su marido; que este pasaba la vida en casa de aquella mujer. La duquesa lloró; pero dudando todavía. Después el duque llevó a Stein a su casa, para dar lecciones a su hijo, y luego quiso, como hemos dicho, que María las diese a su hija, preciosa criatura de once años de edad.

Mira, observa, reflexiona, hasta dónde han llevado tus calaveradas a tu familia infeliz: ¡a humillarse a los Esteven! ¡a solicitar, de rodillas, su favor para salvarte! porque, no lo dudes: el medio supremo, a que se refería tiíta Silda, y que ella misma no consideraba infalible la desgraciada, era ése: recurrir al odiado pariente... ¡ah! ¡qué corazón tan grande el de tiíta! y por lo que dice Agapo, el recurso ha fracasado, y a los Vargas han dado los Esteven una vez más con la punta de la bota... ¿ves? te imaginas... no es posible, pues no eres dueño de tu razón... pero, si pudieras imaginar cómo están en tu casa esos viejos que has deshonrado, y que llamas queridos, falsamente, mentirosamente, porque si verdad fuera, no habrías hecho lo que has hecho; y dudando todavía, vacilando cobardemente; no te hagas ilusiones; en tu casa no puedes presentarte ya, y ahora menos que antes, ahora que sabes toda la extensión de tu falta; los umbrales aquellos no puedes pasarlos sino muerto, en expiación... ¡Estás creyendo que bastaría con echarte a los pies de tu padre! ¿y tendrías valor? ¿no comprendes que si no te rechazaba, sería por compasión y por lástima? ¡convéncete! no eres un segundo Agapo en la familia; eres un Quilito, y este nombre está por debajo del otro... ¡vete, huye, y cumple con tu deber!

Carmen se asomó a mirar. Allí estaba Fernando, esbelto, seductor, con su cara pálida y fina, su bigote negro, sus ojos endrinos y soñadores. Tenía despejada la frente, rizo el cabello obscuro, y sensual la boca, sonreidora y correcta. Entró el viajero en el zaguán, y quedóse la muchacha fascinada, dudando si en efecto sería aquel Fernando Alvarez de la Torre hijo de doña Rebeca.