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Una nueva descarga interrumpió este inconveniente monólogo, pero esta vez cayó un contrabandista. ¡En nombre de Cristo! debes salvarnos ¡en nombre de Dios, yo te lo ordeno! gritó el fraile enseñándole el cielo. Este movimiento resultó hermoso, pero no produjo ningún efecto, porque el gitano respondió riendo: ¡En nombre de Dios, de Dios!... ¿qué se figura usted, padre mío? No bromee, pues.

Marcos Divès recibió a quemarropa dos pistoletazos, uno de los cuales le cubrió de humo la mejilla izquierda y el otro le arrebató el sombrero; pero al mismo tiempo, el contrabandista, encorvándose sobre la silla y alargando el brazo, atravesó al corpulento oficial de los bigotes rubios y le clavó a uno de los cañones.

El contrabandista, gracias a su profundo conocimiento de los puertos de la sierra y de las veredas que van de Dagsburg a Sarrebrück y de Raon-l'Etape a Basilea, en Suiza, siempre se hallaba a quince leguas de los sitios donde había sucedido alguna fechoría.

Artigas había sido contrabandista temible hasta 1804, en que las autoridades civiles de Buenos Aires pudieron ganarlo y hacerlo servir en carácter de comandante de campaña en apoyo de esas mismas autoridades a quienes había hecho la guerra hasta entonces.

Marcos Divès costeaba el muro, marchando por la nieve; su caballo, acostumbrado sin duda a aquel camino, relinchaba, alzando la cabeza y bajándola hasta el petral, con bruscas sacudidas. El contrabandista se volvía, de vez en cuando, para dirigir una mirada a la meseta de «El Encinar», que se hallaba enfrente. De improviso exclamó: ¡Ya se ven los cosacos!

¡Qué contentos iban los cuatro a lo Reservado, cuya entrada se les franqueaba, por ser Rosalía de la casa! ¡Y cuánto gozaban los chicos viendo la casita del Pobre, la del Contrabandista y la Persa, echando migas, a los patitos de la casa del Pescador, subiendo a la carrera por las espirales de la Montaña artificial, que es en verdad, el colmo del artificio!

Semanas antes había recibido una segunda carta de su amigo Toni Clapés, el contrabandista. Estaba escrita también en un café del Borne: cuatro líneas garrapateadas de prisa para hacer presente su buen recuerdo. Aquel amigo rudo y bondadoso no le olvidaba; ni siquiera parecía ofendido por haber quedado sin respuesta su carta anterior. Le hablaba del capitán Pablo.

Marcos Divès, el contrabandista, tiene en abundancia; mañana irá usted a verle de mi parte, y le dirá que Catalina Lefèvre compra toda la pólvora y todas las balas de que disponga; que ella paga; que venderá su ganado, su granja, sus tierras..., todo..., todo, para adquirirla; ¿comprende usted, Hullin? , comprendido; es muy hermoso lo que usted hace, Catalina. ¡Bah!

Creyó que estaba muerta o que le faltaba poco para morirse; mandó a Encarnación en busca de Segunda y de José Izquierdo, y cogiendo la cesta en que Juan Evaristo dormía, la puso en la sala. «No me determino a llevármelo pensó el buen viejo . Pero al mismo tiempo, si esos brutos se empeñan en impedirme que me lo lleve... ¡Ah!, no; yo cargo con él, y que tiren por donde quieran». Cogió la cesta, y bajándola a su casa con toda la rapidez que le permitían sus piernas no muy fuertes, azorado como ladrón o contrabandista, volvió a subir y se aproximó a la enferma, mirándola tan de cerca, que casi se tocaban cara con cara. «Fortunata... Pitusa» murmuró echando talmente la voz en el oído de la joven.

Arcale era un hombre grueso y activo, excosechero, extratante de caballos y contrabandista. Tenía cuentas complicadas con todo el mundo, administraba las diligencias, chalaneaba, gitaneaba, y los días de fiesta añadía a sus oficios el de cocinero. Siempre estaba yendo y viniendo, hablando, gritando, riñendo a su mujer y a su hermano, a los criados y a los pobres; no paraba nunca de hacer algo.