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Actualizado: 29 de julio de 2025
El Magistral siguió adelante, dio vuelta al ábside y entró en la sacristía. Era una capilla en forma de cruz latina, grande, fría, con cuatro bóvedas altas. A lo largo de todas las paredes estaba la cajonería, de castaño, donde se guardaba ropas y objetos del culto. Encima de los cajones pendían cuadros de pintores adocenados, antiguos los más, y algunas copias no malas de artistas buenos. Entre cuadro y cuadro ostentaban su dorado viejo algunas cornucopias cuya luna reflejaba apenas los objetos, por culpa del polvo y las moscas. En medio de la sacristía ocupaba largo espacio una mesa de mármol negro, del país. Dos monaguillos con ropón encarnado, guardaban casullas y capas pluviales en los armarios. El Palomo, con una sotana sucia y escotada, cubierta la cabeza con enorme peluca echada hacia el cogote, acababa de barrer en un rincón las inmundicias de cierto gato que, no se sabía cómo, entraba en la catedral y lo profanaba todo. El perrero estaba furioso. Los monaguillos se hacían los distraídos, pero él, sin mirarles, les aludía y amenazaba con terribles castigos hipotéticos, repugnantes para el estómago principalmente. El Magistral siguió adelante fingiendo no parar mientes en estos pormenores groseros, tan extraños a la santidad del culto. Se acercó a un grupo que en el otro extremo de la sacristía cuchicheaba con la voz apagada de la conversación profana que quiere respetar el lugar sagrado. Eran dos señoras y dos caballeros. Los cuatro tenían la cabeza echada hacia atrás. Contemplaban un cuadro. La luz entraba por ventanas estrechas abiertas en la bóveda y a las pinturas llegaba muy torcida y menguada. El cuadro que miraban estaba casi en la sombra y parecía una gran mancha de negro mate. De otro color no se veía más que el frontal de una calavera y el tarso de un pie desnudo y descarnado. Sin embargo, cinco minutos llevaba don Saturnino Bermúdez empleados en explicar el mérito de la pintura a aquellas señoras y al caballero que llenos de fe y con la boca abierta escuchaban al arqueólogo. El Magistral encontraba casi todos los días a don Saturnino en semejante ocupación. En cuanto llegaba un forastero de alguna importancia a Vetusta, se buscaba por un lado o por otro una recomendación para que Bermúdez fuese tan amable que le acompañara a ver las antigüedades de la catedral y otras de la Encimada. Don Saturnino estaba muy ocupado todo el día, pero de tres a cuatro y media siempre le tenían a su disposición cuantas personas decentes, como él decía, quisieran poner a prueba sus conocimientos arqueológicos y su inveterada amabilidad. Porque además del primer anticuario de la provincia, creía ser y esto era verdad el hombre más fino y cortés de España. No era clérigo, sino anfibio. En su traje pulcro y negro de los pies a la cabeza se veía algo que Frígilis, personaje darwinista que encontraremos más adelante, llamaba la adaptación a la sotana, la influencia del medio, etc.; es decir, que si don Saturnino fuera tan atrevido que se decidiera a engendrar un Bermúdez, este saldría ya diácono por lo menos, según Frígilis. Era el arqueólogo bajo, traía el pelo rapado como cepillo de cerdas negras; procuraba dejar grandes entradas en la frente y se conocía que una calvicie precoz le hubiera lisonjeado no poco. No era viejo: «La edad de Nuestro Señor Jesucristo», decía él, creyendo haber aventurado un chiste respetuoso, pero algo mundano. Como lo de parecer cura no estaba en su intención, sino en las leyes naturales, don Saturno así le llamaban después de haber perdido ciertas ilusiones en una aventura seria en que le tomaron por clérigo, se dejaba la barba, de un negro de tinta china, pero la recortaba como el boj de su huerto. Tenía la boca muy grande, y al sonreír con propósito de agradar, los labios iban de oreja a oreja. No se sabe por qué entonces era cuando mejor se conocía que Bermúdez no se quejaba de vicio al quejarse del pícaro estómago, de digestiones difíciles y sobre todo de perpetuos restriñimientos. Era una sonrisa llena de arrugas, que equivalía a una mueca provocada por un dolor intestinal, aquella con que Bermúdez quería pasar por el hombre más espiritual de Vetusta, y el más capaz de comprender una pasión profunda y alambicada. Pues debe advertirse que sus lecturas serias de cronicones y otros libros viejos alternaban en su ambicioso espíritu con las novelas más finas y psicológicas que se escribían por entonces en París. Lo de parecer clérigo no era sino muy a su pesar.
La revelación del Padre me hizo fijar la atención en la capitana y me persuadí de que si había perdido con los años su hermosura, en cambio había acaudalado con la experiencia cierta discrecional filosofía que descubría un talento nada común, y una amabilidad y deseo de servir tan natural como verdadero. Se nos había olvidado decir que la capitana era rica.
Este al día siguiente vino a enterarse de cómo había pasado la noche, y tuvo la amabilidad de conducirle hasta el colegio; al dejarlo a la puerta, le prometió venir a buscarle y llevarle a almorzar consigo. Y así fue; pero en vez de llevarle a la fonda donde alojaba, prefirió irse a almorzar al restaurant del Iris.
De su pasado miserable sólo quedaba en él un vestigio: el respeto a la casa de los Brulls. Trataba con cierta altanería a toda la ciudad, pero no podía ocultar el respeto que le inspiraba doña Bernarda, al cual iba unida una gran gratitud por la amabilidad con que le distinguía al verle rico y el interés que mostraba por su pequeña.
Al pasar por aquellos callejones en caracol, las bandas de mujeres jóvenes y de muchachos nos rodeaban gritando; las mujeres con una amabilidad provocadora se ofrecían a bailar, porque así ganan la vida muchas de ellas; y los muchachos pedían en coro un chavito, como los de Toledo. El que juzgase á esas mujeres por sus apariencias se equivocaría completamente.
A más de la inteligencia, que en edad temprana despuntaba en él como aurora de un día espléndido, poseía todos los encantos de la infancia: dulzura, gracejo y amabilidad. El chiquillo, en suma, enamoraba y no es de extrañar que D. Francisco y su hija estuvieran loquitos con él. Pasados los primeros años, no fué preciso castigarle nunca, ni aun siquiera reprenderle.
Maximina sonreía con amabilidad a cuanto decía; pero apenas contestaba más que con monosílabos, aunque se conocía que hacía esfuerzos por ser más explícita. Al fin se atrevió a decir: ¿No baila V.? Si V. no me hubiese entretenido hasta ahora ya estaría dentro del corro contestó poniéndose serio. ¡Yo! exclamó la niña inmutándose. Sí; usted. Miguel soltó al decirlo una carcajada.
Aquel día, al acabar de comer, Raúl pidió bruscamente a su madre el favor de una entrevista particular, decidido a quemar sus naves. Blanca, que contaba con él para una partida monstruo de tennis organizada con una colonia americana compuesta de jugadores de mérito, hizo una linda mueca de despecho. Otra vez me das esquinazo... Tu «amabilidad» empieza a pesarte.
Antes de que Ricardo encontrara la fórmula de una respuesta presentable, la Pampita tuvo la amabilidad de decirle: ¿Podría preguntar, sin indiscreción, por qué me ha hecho usted esa pregunta? ...Porque... me parecía haberla visto allá... ¿Cuándo?... ¡«Cuándo»! repitió para sí Lorenzo, pensando al mismo tiempo: «¡qué preguntas formula esta muchacha!...»
Insistió sobre su consulta a míster Robert, elogiando su amabilidad y su tacto: a la verdad, el único resultado obtenido era la recomendación del inglés para aquel individuo, que nunca estaba en su casa... pero se guardó bien de aludir remotamente siquiera a la entrevista desgraciada con la hermana, con Gregoria.
Palabra del Dia
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