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Sólo quedó un viejo bebedor de opio, tumbado en un rincón como un fardo. Fuera se veía la multitud que vociferaba. Interpelé entonces a Sa-Tó, que casi se desmayaba, apoyado en la pared; nosotros estábamos sin armas, los dos cosacos solos, no podían rechazar el asalto.

Vuestro tío no habría consentido en tomar el mando de una almadía. ¡Eh, Van-Horn! gritó en aquel momento el Capitán, que seguía en el timón . ¿No te parece que el junco está algo tumbado de estribor?

Por el centro del paseo circulaban rápidamente algunos carruajes de caballos briosos y, siguiendo la línea de las sillas de hierro, se veían parados unos cuantos simones con el jamelgo caído el cuello y el cochero tumbado en el pescante deletreando El Cencerro.

De cualquier manera que fuese, ya corriendo a gatas por entre las ramas de los pinos o tumbado de espaldas contemplase las hojas que sobre él se mecían, para él cantaban los pájaros, brincaban las ardillas y se abrían las flores suavemente.

Tumbado en un declive, con los brazos cruzados bajo la cabeza, vio de pronto elevarse en el matorral que tenía delante dos cruces de varios brazos, toscas, rudas, como labradas a hachazos. Un hocico negro, barnizado por la humedad, asomó en la espesura; unos ojos lacrimosos y brillantes le contemplaron un momento.

Armose juego de peonza en un paraje, en otro de salto, más allá de aro, y así se distribuyeron en un instante todos; el coronel se puso, como siempre, a dibujar, copiando del natural un carromato, y don Leandro se fue a un lugar apartado a sonar la flauta acompañado solamente de tres o cuatro discípulos; mientras el cura, que desde que había expulsado la solitaria andaba muy galán y boyante, se divertía, tumbado en el suelo, en levantar a pulso dos niños, uno en cada brazo.

Cierta noche, al cerrar la taberna en que se había emborrachado, el dueño de la tienda le arrojó a torniscones, y él se quedó tumbado en la acera, sin abrigo ni gorra. Cuando llegó a su casa, de madrugada, tosía más que un asmático, y a los quince días murió en el hospital, dejando a Engracia un niño de pocos meses.

Ambos nos dirigimos al lugar que me habían designado, o sea, la acera de la calle de Sevilla colocada en el sitio de los recientes derribos, donde tumbado boca arriba, con la cabeza apoyada en una piedra y expuesto a los rigores del sol, vimos a un mendigo sucio y desarrapado. ¡Cómo se nos había de ocurrir que aquel hombre fuese Pelayo del Castillo!

Allá pasaba algo, porque oyó claramente algunas voces que decían: «Ahora le echa la bendición..., ahora..., ahora...» Y en el mismo instante apareció en la puerta de la estancia don Máximo que le dijo: « ¿Qué hace usted ahí tumbado? ¿No sabe usted que María se está casando? ¿Con quién se casa? Con Jesucristo; venga usted a ver la ceremoniaQuiso levantarse, pero no pudo.

En el instante de pisar ella el gabinete, don Quintín estaba tumbado ante la chimenea, con la cabeza reclinada en un almohadón, desabrochado el chaleco y sujetando en una mano la botella de Jerez medio vacía. Verle Frasquita y abalanzarse a él, todo fue uno. Canalla, indecente, sucio, vicioso, ¿en esto te gastas el dinero? ¿Quién es esa tía? El pobre hombre se quedó como muerto.