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El niño, agitando las manitas, gritaba Pepé, Pepé, y aquellos gritos, que Paz oyó clara y distintamente, por lo corto de la distancia que les separaba, la destrozaron el corazón. Engracia, tranquila y con la sonrisa en los labios, seguía levantando el niño, sin señal de tristeza, como era natural que estuviese, no siendo pariente ni amante suyo el que se iba.

La colocó atónito en el diván, y trayendo de su cuarto de tocador un frasco de lavanda, se lo vertió entero por sienes y pulsos, rompiéndole al mismo tiempo los ojales de la bata, en la prisa con que quería aflojarle el corsé. Ni un momento le ocurrió llamar al ama Engracia; al contrario, murmuraba muy bajito: ¿Lucía..., me oye usted? ¡Lucía.... Lucía..., soy yo, yo no más..., Lucía!

Y buscó la salida: pero de pronto se detuvo paralizada, como autómata a quien se acaba la cuerda.... Oyó pasos en el corredor, pasos que se acercaban, pasos fuertes y resueltos: no eran, no, los del ama Engracia. La puerta de la cámara grande se abrió, y entró una persona. Lucía se hallaba ya en la cámara chica, y se quedó detrás de la cortina. No estaba ésta corrida del todo.

Pepe había salido del portal y, parado en la acera opuesta, miraba hacia los balcones, uno de los cuales se abrió al mismo tiempo, apareciendo en él Engracia con su chico en brazos. Pepe dio unos cuantos pasos hacia lo alto de la calle, moviendo la mano en señal de despedida.

La primera... casi por casualidad... luego, porque quise convencerme de ello. Y ella dice Vd. que se llama Engracia... ¿eh? El número no lo recuerda... No tiene pierde, como vulgarmente se dice. Es la casa que hace esquina a la calle de la Pasión y la Ribera de Curtidores.

Don Ignacio decía el bueno de Sardiola fue siempre así. Mire usted, del cuerpo dicen que nunca padeció nada.... ¡ni un dolor de muelas! pero asegura el ama Engracia que ya desde la cuna tuvo una a modo de enfermedad... allá del alma o del entendimiento, o ¡qué me yo!

Con arreglo a lo convenido entre Pepe y Millán, el viernes llevó un mozo a casa de Engracia varios muebles, en diversos viajes, y dos banastas de ropa, quedando en la calle de Botoneras la cama y la butaca de don José, que no podrían sacarse de allí hasta ser trasladado el enfermo.

A fuerza de transacciones y equilibrios, había conseguido hasta entonces sostenerla lo mismo que el Liceo. En éste, por supuesto, ni había representaciones teatrales ya, ni se bailaba sino en días señalados, como el de las Candelas, los de Carnaval y el de Santa Engracia.

Bastante esclavitud había tenido dentro de las Micaelas. ¡Qué gusto poder coger de punta a punta una calle tan larga como la de Santa Engracia! El principal goce del paseo era ir solita, libre. Ni Maxi ni doña Lupe ni Patricia ni nadie podían contarle los pasos, ni vigilarla ni detenerla. Se hubiera ido así... sabe Dios hasta dónde.

Cuando alguna vez le decía don Mateo, que pasaba siempre en su tienda algunas horas: Severino, ¿vamos a preparar algo para la víspera de San Antonio? ¡Para qué, don Mateo, para qué! respondía el tendero con desaliento. Una iluminacioncita de doscientos faroles nada más, un globo y algunos cohetes. ¿Quiere usted que nos cueste a nosotros el dinero como la fiesta de Santa Engracia?