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Examinaba la tropa femenina de las salas de juego, ocupada en mirar con un ojo la bayeta verde, mientras espiaba con el otro á los hombres que circulaban á sus espaldas.

Nautas obscuros, huyendo de los rumbos del Almirante, ponían decididos la proa al Sur, sin miedo a las pavorosas noticias que circulaban sobre el fuego del Ecuador. Un Pinzón llegaba a las costas del Brasil mucho antes de que esta tierra fuese descubierta casualmente por una expedición portuguesa que navegaba hacia las Indias asiáticas.

Al mismo tiempo que circulaban las sagradas historias del Antiguo y del Nuevo Testamento, las antiguas leyendas cristianas, etc., de todos conocidas, corrían también número casi infinito de tradiciones españolas y leyendas milagrosas, que se aumentaban de día en día.

Se hallaban allí presentes muchos individuos de los lugares circunvecinos, que habían oído hablar con frecuencia de la letra escarlata, y para quienes ésta se había convertido en algo terrífico por los millares de historias falsas ó exageradas que acerca de ella circulaban, pero que nunca la habían visto con sus propios ojos; los cuales, después de haber agotado toda otra clase de distracciones, se agolpaban en torno de Ester de una manera rudamente indiscreta.

Estos me parecia que circulaban por aquellos salones, y que sus sombras magestuosas se acercaban á su excelsa nieta la señora Doña Isabel II, y le dirigian voces tan dulces como provechosas.

Una noche, en Madrid, asistí a una fiesta andaluza, lo más típico, lo más español. Íbamos a divertirnos mucho. ¡Vino y más vino! Y conforme circulaban las cañas, los entrecejos más fruncidos, las caras más tristes, los gestos duros. «¡Ole!, ¡venga de ahí! ¡Esto es la alegría del mundo!» Y la alegría no asomaba por ninguna parte.

Entonces no había periódicos, y las ideas políticas, así como las noticias, circulaban de viva voz, desfigurándose entonces más que ahora, porque siempre fue la palabra más mentirosa que la imprenta.

¿Pero de qué he de echcucharme, y por qué echach buenach nochech? ¡Cualquiera diría que he cometido una torpecha, cheñor mío! El marqués no le respondió una palabra; pero hizo señas a los criados que circulaban por el salón. Entreabriose la puerta, y escuchose una voz que gritaba en la antecámara: ¡La servidumbre del señor L'Ambert!

De pronto un gallo, como si recordase repentinamente una orden, olvidada al amanecer, lanzaba las cuatro notas de su vibrante canto al que sólo respondía, por excepción, el ronco trisílabo de un gallito enano y tuerto trepado al eje de un carro en la caballeriza, por cuyos pesebres circulaban cacareando «sotto-voce» las gallinas más inquietas del corral.

Después había allí la Catedral. ¡Qué a mis anchas me encontraba en su gran nave obscura, tan sonora, por la que corrían ruidos que no se pueden expresar, bajo aquella bóveda alta y misteriosa y entre aquellos severos pilares por los que parecía que circulaban los ángeles!