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Actualizado: 11 de julio de 2025
Me dijo que el Rey iba reponiéndose, que había visto a la Princesa y conferenciado largamente con Sarto y Tarlein. El General había regresado a Estrelsau, Miguel el Negro yacía en su ataúd y junto a él velaba Antonieta de Maubán. Desde mi retiro había oído el fúnebre canto y las preces de los religiosos. Fuera circulaban extraños rumores.
Toda la tarde y gran parte de la noche permaneció en la casita de la viña el grupo de amigos de Salvatierra. El dueño, rumboso y entusiasmado por la vuelta del grande hombre, sabía obsequiar a la reunión. Las cañas de color de oro circulaban a docenas sobre la mesa cubierta de platos de aceitunas, lonchas de jamón y otros comestibles que servían de pretexto para desear el vino. Todos lo saboreaban entre palabra y palabra, con la prodigalidad en el beber propia de la tierra. Al cerrar la noche muchos se mostraban perturbados: únicamente Salvatierra estaba sereno.
Los gobiernos de Lima, Buenos Aires y Chile, distrayéndose de las atenciones que los rodeaban, tendian la vista hácia estas poblaciones misteriosas, reiterando sus conatos para alcanzarlas; y las noticias que circulaban sobre su existencia, eran tan circunstanciadas y concordes, que arrancaban el convencimiento.
No es para descrita la pesadumbre del coronel Roberto al descubrir en la cara blanca de uno de estos cuadritos, que llegó a sus manos con la ropa blanca de la semana, la cuenta de su lavandero, y al adquirir el convencimiento de que los restantes trozos de la carta circulaban por igual método entre los clientes del lavadero chino de Fiddletown.
Por la larga, sinuosa calle del Cuadrante circulaban pocos transeúntes. El excusador y la esposa de Montesinos caminaron un rato en silencio en dirección al Campo de los Desmayos. Al aproximarse a él ambos se sentían agitados, temerosos. Tanto para calmarse un poco como para prevenirse, se detuvieron un instante, y metiéndose en el hueco de una puerta, cuchichearon con animación.
Sacábanse copias de las cartas que hablaban de la Junta de Sevilla y de la sublevación de las tropas de San Roque, y aquellas copias circulaban con una rapidez que envidiaría la moderna Prensa periódica.
Circulaban por la calle de las Sierpes noticias aterradoras, exageradas por el hiperbólico comentario meridional. Acababa de morir el pobre Gallardo. El que daba el triste aviso le había visto en una cama de la enfermería de la plaza blanco como el papel y con una cruz entre las manos. Otro se presentaba con noticias menos lúgubres. Aún no había muerto, pero moriría de un momento a otro.
Sin embargo, por uno de esos caprichos inexplicables de las jóvenes, Esperancita mostrábase más afectuosa y deferente con Maldonado, contra su costumbre. Y los tres ofrecían un espectáculo curioso y divertido. Los criados circulaban con bandejas llenas de sorbetes, jarabes, confites y frutas heladas. Ramón llamó a uno para ofrecer a Esperanza ciertas yemas a las cuales sabía que era aficionada.
Las muchachas, los brazos en alto, golpeaban el mármol con sus menudos pies, arremolinándose las faldas y el pañolón en torno de su cuerpo gentil, movido por el ritmo de las «sevillanas». Destapábanse a docenas las botellas de ricos vinos andaluces; circulaban de mano en mano las cañas de ardiente Jerez, de bravío Montilla y de manzanilla de Sanlúcar, pálida y perfumada.
Las tierras, descansadas, vírgenes de cultivo en mucho tiempo, parecían haber soltado de una vez toda la vida acumulada en sus entrañas durante diez años de reposo. El grano era grueso y abundante, y según las noticias que circulaban por la vega, iba á alcanzar buen precio.
Palabra del Dia
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