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Extendió su muleta el espada, y la bestia acometió con sonoro bufido, pasando bajo el trapo rojo. «¡Olé!», rugió la muchedumbre, familiarizada ya con su antiguo ídolo y dispuesta a encontrar admirable todo cuanto hiciese. Siguió dando pases al toro, entre las aclamaciones de la gente que estaba a pocos pasos de él y viéndole de cerca le daba consejos. ¡Cuidado, Gallardo! El toro estaba muy entero.

No tienen acento andaluz, ni mantones de Manila, ni gracia gitana, ni nada... Soy española, ¡olé! canta una cupletista. Y para afirmar su españolismo, golpea fuertemente el tablado con un pie, y se dedica, durante un año, a hacer flexión de riñones al compás de la música. Luego dice dónde ha nacido, que es: o en el barrio de Maravillas, o en las Vistillas, o en Triana, o en Granada.

Amparo solía llamar en broma su hijastra a Clementina. ¡Qué hijastra, ni qué madrastra! exclamó el lechuguino con gesto de mal humor . ¡Si pensarás que hay mujer que me retenga a cuando no quiero! El despecho, incubado toda la noche, rompía ahora con fuerza la cáscara. ¡Olé mi niño!

¡Ole, ole, D. Ramón! exclamé incorporándome de un salto y poniéndome los calcetines: vengan esas razones. Sán tonterías de la juventud... cuestión de amores, contestó ruborizándose un poco. Pues cuente V. esas tonterías. Me muero por ellas: no lo puedo remediar, me gustan más esas cosas que la reforma de la ley Hipotecaria de que V. me habló ayer. ¡Al fin poeta!

Luego se irguió haciendo resaltar su bella figura escultural. ¡Ole la palma gallarda! ¡Vaya un talle sandunguero!... ¡Suelta esa mata de pelo, gachona!... ¡Vivan las mujeres flamencas! Y entre los gritos y los oles y el palmoteo infernal, Soledad bailó con toda la elegancia y gentileza que ella sólo sabía.

Que vinieran allí todas las naciones del mundo a admirar a toreros como aquél y a morirse de envidia. Tendrán barcos... tendrán dinero... pero ¡todo mentira! Ni tienen toros ni mozos como éste, que le arrastran de valiente que es... ¡Olé mi niño! ¡Viva mi tierra!

«... y no encontramos frases suficientes para anatematizar estos atropellos, hoy que la bandera de la libertad nos da sombra con sus pliegues...» ¡Eso, eso! ¡De ahí, de ahí! Habiendo libertá no hay injusticias. ¡Olé por ella!

Allá veremos, allá veremos respondí con petulancia, afectando aire reservado. Venga usted mañana, que tengo que darle otra carta. Con la alegría acudió a mi la actividad. Casi me hallaba seguro de ser correspondido. Villa, a quien tuve la flaqueza de comunicar mi dicha, entre sorbo y sorbo de café, me confirmó en ella, diciéndome después de leer la carta: ¡Olé por la monjita barbiana!

¡Ole ole! dijeron dos ó tres de aquellos insignes personajes, mientras uno de ellos avanzó hacia la joven, y abrazándola estrechamente, la llevó al centro de la taberna. ¡Viva el buen trapío! Clara dió un grito de terror al encontrarse en los brazos de aquel desalmado, y gritó con todas sus fuerzas: ¡Pascuala! ¿Qué? ¿quién es? dijo una voz de mujer; ¿á ver qué es eso?

Paco Gómez era un joven flaco, flaquísimo, alto hasta tropezar en el dintel de las puertas, con una cabecita menuda como una patata, el rostro tan macilento que parecía, en efecto, caminar por el mundo con permiso del enterrador. Y con estas propiedades corporales el espíritu más humorístico de la población. ¡Ole mi niña! exclamó poniéndose en jarras frente al marica.