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Era administrador de Montesinos, el propietario más rico de Peñascosa, y habitaba una de las alas del inmenso palacio o caserón que éste poseía. Estaba viudo de tres mujeres, con una hija que ya conocemos de nombre. Era excesivamente pequeño, con una gran corcova a la espalda, color macilento, mejillas pendientes y flácidas, ojos sin brillo y asustados siempre.

Este dinero omnipotente aún no contaba un siglo de existencia. Su vida no iba más allá de la de un hombre octogenario. Cierto era que había existido siempre; pero antes del avatar victorioso que le hizo señor del mundo, su vida se arrastraba vergonzosa entre desprecios y vilezas. Pluto era un dios sombrío y cobarde, amarillo y macilento como el oro enterrado.

Su tez cobró un tinte macilento. Las antiguas cuartanas reaparecieron. En aquella sazón, un pintor, a quien llamaban el Greco, hízole su retrato. Peregrina pintura, en la cual podía descifrarse el secreto íntimo del hombre, mejor que en su semblante verdadero, como si el artista hubiese untado el pincel en la substancia viviente del rencor, de la melancolía, del orgullo.

Supuso la vestal del fogón que la inapetencia era desprecio, y por salir de dudas, movida de santa indignación, entró al despacho. Estaba don Juan macilento, escuálido, sentado en un sillón y más sombrío que Bruto la víspera de Filipos. Recibiola sin sonrisas, sin gana de bromas, preguntando con voz desfallecida: ¿Qué te pasa, mujer? Eso pregunto yo. ¿Qué le pasa al señor? No tengo apetito.

De la piedra se alza Ataide conmovido y macilento, y sobre su res se inclina, cuando un cavernoso estruendo, atronador, formidable, indescriptible, siniestro, voz pavorosa de muerte, que áun resonante á lo léjos hiela la sangre de espanto, pone de punta el cabello, retemblar haciendo al soto despierta aterrado al eco. ¡Ah! ¡el leon!

Mi señor don Alejandro dijo aquí don Adrián enjugándose el rostro macilento con su pañuelo de yerbas, y entrando a cortos pasos en el gabinete, me he permitido afirmar esa... mentirilla, eso es, para que se me franquearan, , señor, estas puertas... ¡Mal hecho, caray, mal hecho!

Dos bultos aguardaban afuera. Levanté el farol para reconocerlos antes de dejarlos entrar, y conocí ¡Dios misericordioso! a Neluco y a Chisco... También Canelo estaba allí, acurrucado. Entraron, me abalancé a ellos y los abracé casi llorando de alegría. ¡Pero en qué estado se hallaban! Chisco, macilento, desalentado, con la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo.

Sirvióse primero una sopa que, por lo flaca y aguda, parecía de Seminario; después siguió un macilento cocido, del cual tocaron á Lázaro hasta tres docenas de garbanzos, una hoja de col y media patata; después se repartieron unas seis onzas de carne que, en honor do la verdad, no era tan mala como escasa, y, por último, unas uvas tan arrugadas y amarillas, que era fácil creer en la existencia de un estrecho parentesco entre aquellas nobles frutas y la piel del rostro de Salomé.

«¿No los habrán dejado en casa? ¿Están juntos todavía?». Y sin pensar lo que hacía, siguió hasta la calle de la Rúa, por el mismo camino que había andado a mediodía. Los balcones de casa del Marqués estaban también ahora abiertos; pero la luz no entraba por ellos, salía a cortar las tinieblas de la calle estrecha, apenas alumbrada por lejanos faroles de gas macilento.

Un macilento farol con los vidrios pintados de azul dejaba filtrar á largos trechos su breve radio de luz funeraria. A los pocos pasos se acostumbraron á esta penumbra. El suelo de las calles estaba partido en dos fajas: una, de blancura turbia y vagorosa, reflejo de la luna moribunda; otra, negra, con la tonalidad densa y pesada del ébano.