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Mi inocencia no sospechó del señor de Baurepois, el cual no me parecía de la madera de que se hacen los maridos. En casa de la Bonnetable, olvidada ya de su enfado, esperé en vano al señor en honor del cual me había puesto mi traje azul y el sombrero cuya pluma, etc. En casa de la señora de Ribert, ni sombra de pretendiente. En casa de la Roubinet, nada más que un diluvio de flores de retórica.

Ese asunto le es a usted antipático y voy a tratar de reemplazar a usted. Creo continuó, mirando a la Sarcicourt, que una de las primeras razones que impulsan al celibato es la abnegación. ¡La abnegación! exclamó la Roubinet con todo el ardor de una persona que nunca ha sabido lo que es eso. ¡Qué poesía en ese motivo!... ¡Qué suavidad!... Hay muchos géneros de abnegación hizo observar Genoveva.

, se ve la buena voluntad... Observad qué armoniosa es toda su persona. La mirada, la sonrisa, la voz, el gesto, todo respira el contento. ¿Y la señorita Roubinet? prosiguió Genoveva. ¿Creéis que no acusa una satisfacción perfecta? respondí, pero no es lo mismo. La Roubinet finge la satisfacción de cabeza y la Fontane posee la de corazón.

¡Qué diluvio! exclamó la abuela. ¡Cómo las solteronas tienen la pluma tan intemperante!... Ya no me extraña que Magdalena... ¡Abuela! imploré. La pintura prosiguió la Roubinet poseída de su asunto cuenta también solteronas de talento.

En este momento entró Celestina con una bandeja cargada de pasteles de perfumes variados, e interrumpió a la Roubinet. Suplico a usted que espere un poco dije a la oradora. Déjeme servir el , pues sentiría mucho no oír a usted. Vaya usted, vaya, Magdalena respondió la Roubinet muy halagada por mi petición.

El genio no tiene patria respondió la Roubinet convencida. Internacionalista y solterona... Es el colmo... ¡Ah! añadió Francisca cada vez más nerviosa, no quiero quedarme soltera... ¿Sueña usted con el acuerdo de dos almas hermanas? preguntó la Roubinet, que no pensaba en enfadarse por las ocurrencias de Francisca. Lo comprendo... Encontrar en la vida una alma a nuestro diapasón... ¡Qué ideal!...

Escucha bien. Y haciendo una graciosa reverencia a la abuela, Francisca declamó con gracia: Si el tiempo se va, señora, Nosotras también nos vamos... Una risa general acogió esta nueva broma de Francisca, que había encontrado medio de desnaturalizar el pensamiento del poeta. Delicioso exclamó la Roubinet extasiada.

¡Ah! dijo Francisca estremeciéndose. Nos deja usted heladas... Si eso es el amor no le quiero. ¡Qué hermoso es el amor! murmuró la Roubinet. Muy hermoso replicó la abuela, pero muy peligroso para cabezas jóvenes. No para la mía objetó Francisca triunfante. ¿Quién sabe?... exhaló Genoveva en un aliento apenas perceptible.

Es muy difícil el saberlo exactamente respondió la Fontane. La pureza extrema siendo silenciosa, las almas que han huido del matrimonio para sacrificarse a ese deseo virginal, no lo cuentan generalmente. Es un secreto entre ellas y Dios. ¡Secreto ideal!... ¡Secreto de amor!... murmuró la Roubinet con la cara satisfecha de un niño que está comiendo dulces.

Llegaron después la señorita Fontane, encantadora solterona por convicción; la señorita Melanval, presidenta de no cuántas asociaciones y ligas, y cuya única ocupación consiste en apuntar en una cartera los nombres de las nuevas adherentes a sus queridas obras; la señora Roubinet, de buena conversación, muy farsante y demasiado ocupada en procurar su efecto personal para pensar mucho en los demás, con lo que va ganando una sólida reputación de benevolencia que nadie piensa en discutir.