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Otra mujer, una mujer en todo distinta de la Condesa, había seducido a Luis d'Arda: éste había tratado de resistir, persuadido de que cometería una infamia traicionando a la jovencita, dándole el ejemplo del mal, él, a quien no sólo el deber sino también el interés, aconsejaban seguir por el recto camino que al principio se había trazado; pero la tentación lo había vencido. ¿Qué se debía pensar de la sospecha de la Condesa, de que él mismo se había dado la muerte? ¿Que su alma elevada atribuía al esposo la decisión de castigarse, ya que había sido incapaz de evitar el error? ¿O más bien la imaginación romántica de la joven veía un suicidio donde no había más que un desgraciado accidente?

Allí dio el médico dos golpes en el suelo con el regatón del cachiporro, y aparecieron simultáneamente y como evocados por un conjuro, en una puerta de la derecha, la figura descomunal de don Pedro Nolasco, y en otra de la izquierda, la de una jovencita, algo desaliñada de ropa y de peinado, pero limpia como los oros, fresca y rozagante como una rosita de abril...

Una jovencita de rostro exangüe que se transparentaba, como si fuese á dejar ver las oquedades y las aristas de su cráneo. Tosía convulsivamente, y entre tos y tos se llevaba á la boca un cigarrillo. En otra mesa vió á una mujer avejentada y de aspecto abyecto, que tal vez en su juventud había sido hermosa.

Julita R *, una jovencita muy linda, que tampoco inspiraba simpatías a la altiva dama, había sido arrojada de casa de los señores de M * por haberla hallado encerrada en el cuarto del primogénito, un chico de quince años". Estas y otras noticias del mismo jaez dejábalas caer el gallardo mancebo de sus labios con cierta displicencia cómica que despertaba el buen humor de la bella.

¡Pobrecito mío!... ¡No pongas esa cara! Ten un poco de paciencia. Mañana; te juro que será mañana. Ella, que en otro tiempo había arrostrado con tranquilo impudor las más atroces murmuraciones, dudó y balbuceó al hablar del día siguiente. Parecía una jovencita luchando entre su amor y el miedo á perder su porvenir social.

Azorín y Sarrió han pasado unas horas en la ciudad sosegada. Y a otro día han regresado a Petrel. En la estación han visto cuatro monjas. Estas monjas eran pobres y sencillas. Una era alta y morena; tenía los ojos grandes y los dientes muy blancos; otra era jovencita, carnosa, vivaracha, rubia, menuda. Las otras dos tocaban en la vejez: cenceña y rugosa la una; gordal y rebajeta la otra.

¿No le hará a usted daño este ruido? No... Me aburría mucho en la cama... Además, no quería privar a las chicas del único recreo que hoy por hoy tienen en Lancia. Muchas gracias, Amalia exclamó una jovencita que venía bailando y oyó las últimas palabras de la dama.

La jovencita, leyendo en el alma de su padre como en la suya propia, comprendiendo su secreta inclinación, segura del afecto del Conde, debía haber sufrido, por esas dos personas queridas, y también algo por misma, ante la idea de que su intimidad de tantos años, pudiera concluir un día, y por lo tanto había aceptado el partido que iba a hacer imperecedera esa relación: no conocía a otros hombres, todavía no sabía establecer las diferencias entre un amor y otro amor, y había consentido.

Sus espaldas encorvadas y sus cabellos blancos le dan casi el aire de un anciano, bien que no tenga más que cincuenta y cinco años. Pero la flor más fresca de la juventud está a su lado: una rubia jovencita, de diez y ocho años, de rostro hoyuelado, que en vano ha tratado de alisar y recoger sus rizos bajo el ala de su sombrero obscuro.

Después de haber saludado cortésmente a la jovencita se volvió hacia su amiga, y murmuró: Vuestra venida a mi casa me indica que Mathys os ha halado. ¿Cómo han pasado las cosas? ¿Quedaréis en Orsdael? Marta le hizo comprender por una seña misteriosa que no podía hablar de esas cosas delante de la señorita. Paseó la vista por todos los puntos del jardín.