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La tentadora, si vivía aún, era la única que hubiera podido aclararlo; pero en verdad poco importaba ya, que el Conde, sucumbiendo a la culpa mal de su grado, hubiese querido castigarse con la muerte, y evitarse un peor castigo, como habría sido el de ver en vida la caída de la esposa a quien había enseñado el camino del mal, o que aun pensando en todo esto, su muerte hubiera sido obra de la casualidad.

Matarse por no poder vivir era una vileza; pero en otros casos la muerte voluntaria no era para él condenable. Muchas veces discutimos este problema, y él me demostró que el mundo honra justamente a quien se substrae con la muerte a la servidumbre, a la vergüenza, al deshonor; a quien, con matarse, salva o ayuda a sus semejantes. Matarse para castigarse decía también, es un acto de justicia...»

Otra mujer, una mujer en todo distinta de la Condesa, había seducido a Luis d'Arda: éste había tratado de resistir, persuadido de que cometería una infamia traicionando a la jovencita, dándole el ejemplo del mal, él, a quien no sólo el deber sino también el interés, aconsejaban seguir por el recto camino que al principio se había trazado; pero la tentación lo había vencido. ¿Qué se debía pensar de la sospecha de la Condesa, de que él mismo se había dado la muerte? ¿Que su alma elevada atribuía al esposo la decisión de castigarse, ya que había sido incapaz de evitar el error? ¿O más bien la imaginación romántica de la joven veía un suicidio donde no había más que un desgraciado accidente?