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En casa de don Pedro Nolasco se había sabido todo, poco antes de pasar «la nube» que los había aterrado. Habían vivido en la misma angustia que yo hasta muy entrada la noche. Yo referí a Lita las dudas que había tenido en casa del Topero; y aquí fue donde mi tenacidad rayó en impertinencia.

Eso es lo único que te afea, salvo la cara díjole mi tío serenamente : el genial... En ese punto eres una jabalina celosa, a lo mejor de una chanza. Salimos de una chamusquina, y ya te quieres meter en otra... ¡Barájolas! exclamó don Pedro Nolasco santiguándose . ¿Ustedes han visto otra como ella? Trapalón de los demonios, ¿pues me he metido yo contigo ni tanto así, desde que se acabó lo otro?

Con dos deditos más de altura, creía yo que no habría la menor tacha que poner, como estampa hechicera, a la nieta de don Pedro Nolasco.

Hacia las once de la mañana aparecieron en la casona don Pedro Nolasco y toda su familia, es decir, su hija y su nieta, y fueron recibidos en mi habitación, donde también había brasero y nos hallábamos mi tío y yo con Neluco que había ido a hacerle su visita diaria.

Oiga, usted, caballerito díjome entonces don Pedro Nolasco, algo tembloroso de voz : es la pura verdad que yo he sido, y a mucha honra, todas esas cosas que usted ha oído... pero contra el «ordeno y mando» del remate, protesto una vez, y dos veces, y dos millones de ellas. Consta en papeles afirmó mi tío con gran entereza.

En aquella visita, lo mismo que en la anterior, yo, terco y emperrado en mi tema, le eché cincuenta veces al campo de la conversación disfrazado de mil modos, con el piadoso fin de observar qué cara le ponía Lita... y nada: ni un gesto, ni un punto arrebolado en las mejillas, ni la más insignificante señal en la nieta de don Pedro Nolasco de que había oído su corazón las llamadas que yo le hacía con el nombre de Neluco y los elogios de sus méritos: hablaba de él con el descuido y la serenidad con que podía hablar de su madre o de su abuelo.

Mirándola a ella y mirando al sol que inundaba el valle, tras unos días tan negros y tan tempestuosos como los recién pasados, yo no por qué llegué a ver en la nieta de don Pedro Nolasco, algo así como la paloma que volvía al arca anunciando que había cesado ya la ira de Dios y que toda la Naturaleza surgía de los abismos de tinieblas purificada de las culpas e iniquidades de los hombres.

Porque el pobre don Celso estaba ya para poco, y en acabándose él... En fin, lo de costumbre... Por aquí se coló don Pedro Nolasco con un himno «cañoneado» a la madre Naturaleza, y un juicio comparativo sobre la paz de la aldea y los laberintos de la ciudad.

A media mañana entraban por la puerta del salón de la casona la hija y la nieta de don Pedro Nolasco, poco después de haberlas oído yo «gorjear» y llenar el pasadizo de voces argentinas y armoniosas. También las había adivinado mi tío. ¡Jesús!... ¡la cellerisca! había exclamado, al oírlas, en un tono que revelaba más alegría que pesar.

Menos habló todavía que ellas, don Pedro Nolasco, que no habló palabra; pero, en cambio, ¡qué engullir el suyo tan formidable!