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Por lo demás, estaba muy guapa. Temiéndome lo peor, la pregunté por qué lloraba, y me respondió, entre jipidos y lagrimones, que si me parecían pocos los motivos. Ya pué ver me dijo el Topero viniendo en su amparo , con la cellerisca negra de jaz pocas horas, y lo que está en el monti sin sabese de eyu... Me acordé de Pepazos; pero también de Chisco. ¿Por cuál de los dos lloraría Tanasia?

Por eso me jallaste tan campante a la venida y me has visto ir tirando así hasta ayer, como quien dice... hasta que vino lo que yo había visto venir otras veces sin apurarme por ello, y no si te diga que con gusto... ¡con gusto, trastajo! porque cuando hay buena salud, la tierra no tiene salsa si nos está cantando siempre una misma solfa... y sin cambiar de ropajes... Digo que fui tirando tal cuál hasta que llegó la primer cellerisca, ésta que todavía está pasando, mientras llega, por las señales, otra más dura de pelar que ella; y se apagó el sol de día, y se cerraron puertas y ventanas, y empezó a faltar de noche la gente de la cocina, y a no haber fin para las horas de la cama ni punto de sosiego para el mal pensar de la cabeza.

Porque nunca faltó, de una banda o de la otra quien, por descuido, por desgracia o por necesidad, se viera cogido y sepultado en la montaña por una cellerisca de nieve; y eso que no se le regateaban los socorros, sin miedo a los ejemplos de muchos que allá se habían quedado con los socorridos, envueltos en una misma mortaja.

Caminando ya, decía don Sabas al médico: ¡Y se dirá que ya no se hacen milagros! Haber en el paredón liso de la barranca una sola peña saliente; ir a dar Chisco a esa peña arrastrado por la cellerisca; tener la peña un colchón de más de dos varas de nieve, y envolverle a él la cellerisca en cobertores de más de otro tanto, para que la caída fuera blanda. ¿No son milagros éstos?

Lo de menos era en él, con ser mucho, el interés que sabía dar en pocas y pintorescas frases a las noticias que yo le pedía, por no satisfacerme las que me suministraban Chisco y su compañero, acerca de las grandes alimañas, sus guaridas en aquellos montes y la manera de cazarlas; los lances de apuro en que se había visto él y cuanto con esto se relacionaba de cerca y de lejos; sus descripciones de travesías hechas por tal o cual puerto durante una desatada «cellerisca» sus riesgos de muerte en medio de estos ventisqueros, unas veces por culpa suya y apego a la propia vida, y las más de ellas por amor a la del prójimo: lo demás era, para , su manera de «caer» sobre la montaña, como estatua de maestro en su propio y adecuado pedestal; aquél su modo de saborear la naturaleza que le circundaba, hinchiéndose de ella por el olfato, por la vista y hasta por todos los poros de su cuerpo; lo que, después de este hartazgo, iba leyéndome en alta voz a medida que pasaba sus ojos por las páginas de aquel inmenso libro tan cerrado y en griego para ; la facilidad con que hallaba, dentro de la ruda sencillez de su lengua, la palabra justa, el toque pintoresco, la nota exacta que necesitaba el cuadro para ser bien observado y bien sentido; el papel que desempeñaban en esta labor de verdadero artista su pintado cachiporro, acentuando en el aire y al extremo del brazo extendido, el vigor de las palabras; el plegado del humilde balandrán, movido blandamente por el soplo continuo del aire de las alturas; la cabeza erguida, los ojos chispeantes, el chambergo derribado sobre el cogote, la corrección y gallardía, en fin, de todas las líneas de aquella escultura viviente... ¡Oh! diéranle al pobre Cura en el llano de la tierra, en el valle abierto, en la ciudad, una mitra; la tiara pontificia en la capital del mundo cristiano, y le darían con ellas la muerte: para respirar a su gusto, para vivir a sus anchas, para conocer a Dios, para sentirle en toda su inmensidad, para adorarle y para servirle como don Sabas le servía y le adoraba, necesitaba el continuo espectáculo de aquellos altares grandiosos, de aquella naturaleza virgen, abrupta y solitaria, con sus cúspides desvanecidas tan a menudo en las nieblas que se confundían con el cielo.

Ya es hora me dijo , de que yo un vistazo a la mi jacienda, de la que no pizca veinticuatro horas haz... y de que me desayune y duerma un rato, si esta cellerisca negra del meollo me deja apetito y calma para ello, por misericordia de Dios.

Nadie estaba en el sitio que había ocupado antes de la tormenta, y Pepazos yacía sepultado de medio abajo en una pila de nieve, fuera del robledal y a muy pocos pasos de la barranca... ¡Pero faltaba uno! ¡faltaba Chisco! y no respondía a las voces con que se le llamaba, ni se le veía por ninguna parte... ¿Dónde buscarle? ¿Qué sitio había ocupado en el robledal? ¿Quién estuvo cerca de él? ¿Quién le había visto al reventar la cellerisca negra?

A media mañana entraban por la puerta del salón de la casona la hija y la nieta de don Pedro Nolasco, poco después de haberlas oído yo «gorjear» y llenar el pasadizo de voces argentinas y armoniosas. También las había adivinado mi tío. ¡Jesús!... ¡la cellerisca! había exclamado, al oírlas, en un tono que revelaba más alegría que pesar.