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La noticia de que era portador cayó en el vacío; la escopeta de don Bernardino marró el tiro lastimosamente. ¡A buen puerto iba con sus historias de empréstitos, sabidas de memoria y olvidadas de puro sabidas! Que se hacía el empréstito; perfectamente, ¿y qué? ¿quién beneficiaba de él? ¿el país? ¿el comercio? ¡Quite usted allá, señor don Bernardino! Muchos se encogían de hombros.

Al abuelo, que estaba chocho con su nietecilla, le llevaba el diablo con estas cosas: apostrofaba a la hija por su frialdad, y predicaba al yerno por su injustificable indiferencia; pero el uno y la otra se encogían de hombros por toda respuesta, y no revivía el extinguido fuego de amor a la hija, que había chisporroteado un instante después del primer besó de la madre. ¿Quién sabe el rumbo que hubiera tomado el astro de los destinos de la niña sin los prosaicos inconvenientes en que fundaba la marquesa su nuevo alejamiento de ella, y el acontecimiento que sobrevino poco después?

Así habría sucedido sin duda, pues un sol de fuego caía a plomo sobre los campos, en los que danzaba macábricamente un temblequeante vaho de capas superpuestas entre las que todo se agitaba, desfigurándose con perfiles movibles y ridículos, pues tan pronto parecía que los álamos y los eucaliptus se encogían en contorsiones de dolor, como parecía que los ombúes se empinaban en espirales, o que las vacas multiplicaban repentinamente el número de sus patas, sus cabezas, o sus colas.

Desplegaban por millares las ortigas de mar sus hilos urticantes, proyectando un veneno que aturdía á la víctima y la hacía caer en su corola, boca y ano al mismo tiempo. De una voracidad sin límites, se apoderaban, fijas en su roca, de pescados más grandes que ellas, y al presentir un peligro se encogían de tal modo, que era difícil verlas.

Los niños lloraban de frío, ocultando las manos bajo los sobacos; las mujeres de voz aguardentosa se encogían como fieras en el quicio de una puerta, para pasar la noche; los vagabundos sin pan, miraban los balcones iluminados de los palacios o seguían el desfile de las gentes felices que, envueltas en pieles, en el fondo de sus carruajes, salían de las fiestas de la riqueza.

Las muchachas contemplaban con asombro a la Marquesita y sus dos acompañantas, admirando sus pañolones floreados de la China, sus relucientes peinados. Los hombres se encogían modestamente ante el señorito, que les ofrecía una copa, mientras sus ojos se iban tras la botella que tenía en las manos. Después de hipócritas negativas, bebieron todos.

Así como iban llegando á los últimos límites del desaliento y la desesperación, se encogían y arrugaban. Su sombrero se hacía más grande: cada día bajaba más, hasta descansar en las orejas; el cuello de la camisa se dilataba igualmente, como si fuese á dejar escapar un pecho angustiado. Durante el almuerzo, Lewis, Castro y Spadoni sostuvieron la conversación.

Algunos de estos seres eran capaces de un poderoso mimetismo que les hacía confundirse con los objetos inanimados ó pasar en pocos momentos por toda la gama de colores. Unos, de nerviosa actividad, se inmovilizaban y encogían, llenándose de rugosidades, tomando el tono obscuro de las rocas.

¿Qué decía usted, querido profesor? preguntó Edwin con la expresión de un hombre que despierta. Estas palabras aumentaron las risas en el doctorado joven. Algunos universitarios se encogían y achicaban para lanzar carcajadas con toda libertad al amparo de las espaldas de sus vecinos. Querían aprovechar la ocasión para reirse sin peligro del temible Momaren.

Estos bosques surgían como manchas de vida allí donde el encuentro de las corrientes superficiales hacía llover un maná de diminutos cadáveres. Las plantas retorcidas y calcáreas, duras como la piedra, no eran plantas: eran animales. Sus hojas, tentáculos inertes y traidores, se encogían de pronto. Sus flores, bocas ávidas, se inclinaban sobre la presa, sorbiéndola por sus ventosas glotonas.