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La Carbonera, sentada también, olvidada del descalabro, inició allá en las profundidades de la garganta un canto que tenía mucho de salmodia: Con sentimiento profundo voy a nombrá un torero que en er mundo no tuvo rivaliá. Por su arte y su bravura era el rey de los torero, por su elegante figura se paesía ar Chiclanero. La voz era ronca, aguardentosa, desagradable; el sonete, lúgubre.

El sello de sus hazañas marcaba siniestramente su rostro en un chirlo, que le cogía desde la frente hasta el carrillo, cegándole un ojo y abollándole media nariz. Los cinco detuvieran al anciano. "¡Mátale, mátale! dijo con aguardentosa voz el matutero, pinchando con la varita que llevaba en la mano el pecho de Elías. No, déjale, Perico. ¿De qué vale espachurrar á este bicho?

Cuando tomaban la palabra quizá algún crítico escrupuloso pusiera reparos a la voz bronca un poco aguardentosa de la menor y a las frases libres y a los ademanes harto sueltos y descocados de la mayor.

Pero... qué, ¡hombre de Dios! ¿Acabará usted de romper a hablar? le dijo Lépero ya exasperado. Vamos a ver qué tiene que objetar el bueno de don Jeromo añadió don Simón afablemente. Pues digo repuso el tabernero perezosamente y con voz aguardentosa que todo lo que usted dice está muy bien dicho... En tal caso...

Un noble de traza innoble, joven aún pero bien estropeado; el pelo lacio, las mejillas hundidas, la nariz amoratada, la voz aguardentosa, los ojos levemente torcidos y aviesos. A Elena le produjo malísimo efecto aquel aristócrata que tenía todo el aspecto de un caballero de industria. Además hablaba con un cinismo repugnante bien lejano del culto e ingenioso de Núñez.

Yyyy... y es como el Evangelio, hiiigas... contestó una voz temblona como el balido de la cabra, y aguardentosa además. Explíquenos el parentesco, ande sugirió Amparo prestándose a la broma de su amiga.

Los niños lloraban de frío, ocultando las manos bajo los sobacos; las mujeres de voz aguardentosa se encogían como fieras en el quicio de una puerta, para pasar la noche; los vagabundos sin pan, miraban los balcones iluminados de los palacios o seguían el desfile de las gentes felices que, envueltas en pieles, en el fondo de sus carruajes, salían de las fiestas de la riqueza.

La ginebra había repuesto a Diógenes por completo, y púsose a ayudar a Tom Sickles y al prusiano a enganchar el tiro, cantando con aguardentosa voz de cualquier mozo de cuadra una tonada antigua que llamaban El Mayoral: Vamos, caballeros, Vamos a marchá ¡Al coche, al coche! ¡Basta de pará! Vamos ligerito, Vamos a partí. Empués los calores Nos van a freí...

¿Qué ocurre? ¿qué hay? continuó Sandy con voz aguardentosa. ¡Levántese, hombre degenerado! dijo exasperada. ¡Levántese y váyase a casa! Sandy se levantó zigzagueando. Medía seis pies de altura; doña María temblaba. Sandy adelantó con ímpetu algunos pasos y parose de súbito. ¿Por qué me he de ir a casa? preguntó de repente con seriedad.

En primer término asomaron las cabezas los recién venidos, y al punto calló la música y se oyeron vivas a los delegados, a Cantabria, dominando el clamoreo una voz aguardentosa que desde la esquina repetía incansable «¡Viva la honradez!». Una mujer se adelantó, y entrando en el círculo de luces, gritó con voz fresca y potente: ¡Que brinden a la salud del pueblo!... ¡Que brinden!...