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El señor dijo don Celso, señalando a éste y hablando con don Simón es don Zambombo, como le llamamos los que nos honramos con su amistad íntima, o don Jeromo Cuarterola, como le llaman en el pueblo y fuera de él cuantos le conocen y le quieren, porque se lo merece; y por eso le sirven a ojos cerrados.... En fin, que el señor es el jefe electoral de toda esta comarca.

¡Bravo! ¡Bravo! gritó a coro su estado mayor. ¡Ya, ya! gruñó por cuarta vez el tabernero, sacando una mano del bolsillo para rascarse el cogote sin quitarse el sombrero. ¡Esto es hablar como un libro, don Jeromo! exclamó Lépero . ¡Que vaya este hombre a las Cortes; que vayan muchos como él, y España se pone camisa limpia! ¡Ya, ya!... Pero... murmuró Cuarterola.

No vaya á creerse que el tío Jeromo, porque tiene un hijo estudiante, es hombre rico tomada la palabra en absoluto; el marido de la tía Simona tiene, para labrador, un pasar, como él dice.

El segundo fué para el tabernero, a quien dijo, mientras éste apuraba el líquido, mitad por el gaznate y mitad entre cuero y camisa: Señor don Jeromo, el mundo está perdido; los tunantes se nos suben a las barbas, y los hombres de bien andamos por los suelos. Es preciso que la cosa cambie, ¡y cambiará! Para conseguirlo, contamos con usted. ¡Ya, ya! gruñó por tercera vez don Zambombo.

El chirrido de la manteca en la sartén, el cortar las torrejas, el quebrar los huevos, el batirlos, el remojar en ellos el pan, el derramar el azúcar sobre las torrejas que salen calentitas de la sartén, el verter la leche ó la miel sobre ellas, etc., etc., y el considerar que todo ello, más el jarro de vino que está guardado como una reliquia, ha de ser engullido y saboreado por los pobres labriegos que lo contemplan, les produce unas emociones tan gratas que...; en fin, no hay más que ver los semblantes de la familia del tío Jeromo, olvidado ya el suceso de la nata.

Pero... qué, ¡hombre de Dios! ¿Acabará usted de romper a hablar? le dijo Lépero ya exasperado. Vamos a ver qué tiene que objetar el bueno de don Jeromo añadió don Simón afablemente. Pues digo repuso el tabernero perezosamente y con voz aguardentosa que todo lo que usted dice está muy bien dicho... En tal caso...

Convengamos en que tal vez Cafetera, y El Tuerto, y Tremontorio, y El tío Jeromo, y Juan de la Llosa, y el mayorazgo Seturas, y el jándalo Mazorcas, y hasta el erudito Cencio, serán de mal tono en un salón aristocrático; pero vayan a consolarse con sus hermanos mayores Rinconete y Cortadillo, Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfarache, y con los venteros, rufianes y mozos de mulas de toda nuestra antigua literatura, y con los héroes del Rastro, eternizados por don Ramón de la Cruz.

Y tan obcecado es el mayorazgo en su saber, y tal es su pedantería que, ingresado ya el primogénito del tío Jeromo en el Seminario, varias veces ha querido renunciar á las vacaciones por no hallarse cara á cara con el vecino, que le asedia con latinajos arrevesaos, como dice el estudiante.

Vaya, señor don Jeromo dice una voz en falsete para disfrazar la verdadera, desde el portal: á ver esas costillas que se están curando en el varal; esos ricos huevos de la gallina pinta que cacareaba en el corral, por, por, por, poner, por, ¡poner!... ¡Que !... ¡Vaya, que !...

Tío Jeromo, que en la socarreña, detrás de la casa, encambaba un rodal, acude á los gritos, y creyendo una patraña lo del robo de la nata, presume que su hijo se la ha chupado, y le arrima candela entre las nalgas y un par de soplamocos que hacen al chicuelo sorberse los propios.