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Ahora que Rosas ha llevado la destrucción a Montevideo, porque este genio maldito no nació sino para destruir, los emigrados se agolpan a Buenos Aires y ocupan el lugar de la población que el monstruo hace matar diariamente en los ejércitos, y ya en el presente año propuso a la Sala enganchar vascos para reponer sus diezmados cuadros.

En 1843 dos buques cargados de hombres tuvieron que regresar a Europa con su carga, y en 1844 el Gobierno francés mandó a Argel 21.000 suizos que iban inútilmente a Norteamérica. Aquella corriente de emigrados que ya no encuentran ventaja en el Norte ha empezado a costear la América.

Cian termina y resume su memoria: «Aquellos hombres dice arrojados de su patria, obligados á vivir entre las desconfianzas, las envidias, los rencores antiguos y recientes, en país extranjero, guardan celosamente el culto de la patria en su corazón, y al mismo tiempo se enlazan en afectuosa amistad con algunos de los nuestros y de los mejores, estudian y adoptan é ilustran la lengua y la literatura del país que les ha dado hospitalidad; pero cuando ven que algún italiano quiere lanzar la más leve sombra sobre el honor literario de España, se levantan con fiereza caballeresca, propia de su raza, y no temen defenderse, y pasar muchas veces de la defensa á la ofensa vigorosa y audaz... No podemos menos de sentir una admiración profunda por estos emigrados que en tan breve período de años respondieron tranquilos y altivos, con la mejor de las venganzas, á las injurias de la fortuna, á las persecuciones, á los odios de los hombres que pretendían extinguirlos; y se levantaron y se purificaron á los ojos de la historia, á nuestros propios ojos, á los ojos de aquellos mismos que creían y aspiraban á verlos aniquilados para siempre.

Hallábanse, pues, en Montevideo los antiguos unitarios con todo el personal de la administración de Rivadavia, sus mantenedores, 18 generales de la República, sus escritores, los excongresales, etc.; estaban ahí, además, los federales de la ciudad, emigrados de 1833 adelante; es decir, todas las notabilidades hostiles a la Constitución de 1826 expulsadas por Rosas con el apodo de lomos negros.

Con tal motivo recordamos allí nosotros las muchas familias españolas que tienen apellido irlandés, como descendientes de emigrados de aquella isla establecidos en nuestro suelo, y algunos de cuyos individuos figuran noblemente en la historia de España.

De ahí que esos tejedores dispersos emigrados de la ciudad al campo , eran considerados durante toda su vida como extranjeros por sus vecinos campesinos, y contraían generalmente los hábitos excéntricos, inherentes a una existencia solitaria.

Habiendo recibido muy bien a los emigrados franceses en su casa de Londres, acogió muy particularmente a una gran dama emigrada de Saboya, conocida por la señora marquesa de la Pierre, a quien tuve el honor de conocer en casa del gobernador de Saboya con motivo del casamiento de Cesarina. Es una persona que ha debido ser de una belleza extraordinaria.

He tratado a algunos, emigrados de la guerra de los diez años, de aquellos que desde su principio marcharon a los Estados Unidos o a algunas de las Repúblicas Hispanoamericanas, que consideraron un acto de locura el que se iniciaba en aquellos días.

Horace Mann el prólogo en que explica esta génesis de sus ideas. Así resulta en nuestra historia este aparente absurdo: que los caudillos «federales», dominados por Rosas, rehicieron la «unidad» argentina, rota por los unitarios quiméricos de 1826, y que los emigrados «unitarios» promulgaron la «federación», al regresar al país después de Caseros.

Cuando Ramos Mejía publicó su Neurosis de los hombres célebres en la historia argentina, en cuyas páginas, según es sabido, traza la historia clínica del tirano, Sarmiento se apresuró a comentar así ese trabajo: «La tiranía de Rosas fué una locura en acción» nos dice al comenzar su comentario . Y luego avanza esta advertencia valerosa: «Prevendríamos al joven autor que no reciba como moneda de buena ley todas las acusaciones que se han hecho a Rosas, en aquellos tiempos de combate y de lucha, por el interés mismo de las doctrinas científicas que explicarían los hechos verdaderos» . Con esa austeridad confesaba Sarmiento sus excesos polémicos anteriores a 1852, y si traigo tal confesión sobre sus ataques a Rosas, es porque esta otra figura completa a la de Facundo en la composición de su libro, y porque el «folletín» del Progreso no fué sino un episodio periodístico de la violenta predicación que los emigrados realizaban desde el extranjero contra el tirano de Buenos Aires.