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Sus mayores congojas eran el tomar el primer alimento: unos caldos insípidos, desabridos, que don Víctor enfriaba a soplos, soplando con fe y perseverancia, dando a entender su celo y su cariño en aquel modo de soplar. El ideal del caldo, según Quintanar, nunca lo realizaban las criadas de Vetusta.

Eran pastores de cabras el rebaño del pobre que realizaban el milagro de poder subsistir, ellos y sus animales, sobre una tierra estéril. Más adelante ya no encontró ninguna vivienda humana. La soledad absoluta, el silencio de las tierras muertas, la profundidad misteriosa de la carencia de toda vida, se abrieron ante sus pasos para cerrarse inmediatamente, absorbiéndolo.

Y hasta me ocurría que si mis deseos se realizaban, si un día me era dado llevar a Linilla al pie de los altares, Gabriela y don Carlos apadrinarían nuestra boda. ¿Ser amado de Gabriela? No lo pensaba yo, y si alguna vez llegó a ocurrírseme tal idea, la aparté de mi mente como un pensamiento criminal.

Dentro de estos grupos que, procedentes de diversos lugares de la tierra, habían venido á juntarse en un rincón de la América del Sur, todos los procedimientos de selección social y las lentas evoluciones que modelan á un pueblo se realizaban en pocos días. Los que habían nacido para el mando ó los que se distinguían de sus camaradas por cualquier don especial se elevaban rápidamente sobre ellos.

Tratábase nada menos que de la aparición de una fuerte cuadrilla de bandoleros, que, no contentos con cometer en despoblado mil y un estropicios, penetraban de noche en la ciudad, realizaban robos y se retiraban tan frescos como quien no quiebra un plato ni cosa que lo valga.

Los jóvenes, hundidos en altos sitiales de drama romántico, hablaban de caballos y mujeres y llevaban la cuenta de cuantos desafíos se realizaban en España, pues todos eran hombres de honor quisquilloso y obligatoria valentía. En un salón interior se tiraba a las armas; en otro se jugaba desde las primeras horas de la tarde hasta después de salido el sol.

Desde que las Cortes Constituyentes votaron la monarquía, Amparo y sus correligionarias andaban furiosas. Corría el tiempo, y las esperanzas de la Unión del Norte no se realizaban, ni se cumplían los pronósticos de los diarios. ¡Que hoy!... ¡que mañana!... ¡que nunca, por lo visto! ¡En vez de la suspirada federal, un rey, un tirano de fijo, y tal vez un extranjero!

Después de todo ¿no podía él intentar lo que otros realizaban? ¿Tan aventurado sería el imitar su ejemplo? Acaso sus terrores eran iguales á los de los que en otro tiempo hacían testamento antes de montar en el tren. El progreso, pensaba, lo ha simplificado y facilitado todo. Los viajes por mar eran partidas de placer reservadas solamente á los millonarios célebres por su lujo y su confort.

Las razas sin patria y los pueblos cansados de tenerla sentían un instantáneo rejuvenecimiento al pensar en aquel país de maravillas, donde se realizaban asombrosas transmutaciones. El holgazán sentíase activo; el apático se agitaba con entusiasmos optimistas; el oprimido por la estrechez del ambiente natal rompía su quiste de rutinas con súbito enardecimiento.

Lo robaban todo, arrasaban los campos, como una nube de langosta, y cuando las tropas hacían alto, encontraban ya la hoguera ardiendo y la comida en su punto. Los primeros contactos entre ambos bandos los realizaban casi siempre las dos vanguardias de «soldaderas». Olvidando momentáneamente su antagonismo, se vendían unas á otras lo que consideraban superfluo.