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Los canacos, los libertos y los soldados que pasaban los miraban con curiosidad. Al volver una cabaña, Jacobo tiró la caja y ya con sus movimientos libres se puso al lado de Cristián. Atravesaron un bosquecillo de tamarindos que interrumpía la duna y se encontraron solos.

Tragomer vestido de tela blanca y llevando en la cabeza el casco colonial de corcho, saltó con ligereza á las losas mojadas de la escalera y subió al muelle. Una bandada de canacos vestidos de sórdidos oropeles se agolpó delante del viajero. El sargento exclamó rudamente. ¡Atrás! atajo de brutos...

El sol, como un globo de fuego, incendiaba las olas en que iba á sumergirse. Una hora más, y la noche vendría á proteger la fuga con sus sombras benéficas. Pero había que aguardar una hora y ya las cuadrillas de guardianes canacos, lanzadas sobre la pista del fugitivo, debían estar registrando las dunas.

La isla de Nou extendía enfrente de la rada su costa baja orlada de espuma y en el cielo sin nubes se recortaban las agrestes y verdosas cimas de la isla de los Pinos. La bahía estaba animada por el movimiento de las chalupas y de los lanchones conducidos por marineros canacos.

Pero es preciso gastar mucho dinero y tener cómplices fuera para que salga bien una tentativa semejante... Generalmente, los que se escapan se meten en las malezas y viven allí como bandidos corsos, hasta que los cogen los canacos ó se rinden ellos mismos... Su única probabilidad de salvación es apoderarse de una lancha y tratar de llegar á la Australia... Pero entonces corren el riesgo do morirse de hambre ó de que se los coman los tiburones.

El crepúsculo se apoderó del mar y solamente se oyeron, á lo lejos, allá, en la playa, los gritos de los canacos. Un marinero entregó á Jacobo y á Cristián vestidos secos, y temblando aún, tanto por los esfuerzos realizados como por el frío del agua, arrojaron sus pantalones empapados y se vistieron. Hasta que estuvieron á bordo del yate no se cambió ni una palabra.

Una lluvia de balas de los canacos de la orilla pasó silbando por el aire. Al mismo tiempo apareció otra chalupa haciendo fuerza de remos hacia el lugar de la lucha. ¡Al yate! gritó Marenval. Ya nos abrazaremos después. La lancha viró y se dirigió hendiendo las olas hacia el navío. El sol cayó en este momento como una bola de fuego en las olas y se hundió en ellas.

Desde que nos separamos del yate, venía siguiéndonos un enorme tiburón que parecía acechar el momento en que alguien cayese al agua. Es un milagro que no haya intervenido en la pelea... El movimiento de los barcos, los gritos de los canacos y la rapidez de la acción le habrán espantado.

Pero la descarga que esperaban no se produjo. Una barca mandada por un vigilante y tripulada por doce remeros se destacaba de la costa é iba á colocarse entre los fugitivos y los tiradores canacos. Al mismo tiempo la lancha de vapor del yate forzó su máquina en dirección de los nadadores.

Pero aquella tentativa atrevida atrajo hacia ellos un peligro mortal. Una cuadrilla que registraba la maleza acababa de ver la lancha, y suponiendo que su marcha hacia la costa estaba relacionada con la fuga del penado, los canacos empezaron á dar gritos para reunirse y se dirigieron en amenazador semicírculo hacia el promontorio en que estaban refugiados los fugitivos.