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Los corsos no se ocupaban absolutamente nada más que de su servicio; considerábanse como funcionarios, y pasaban todo el día en la cocina jugando siempre largas partidas de scopa, sin interrumpirlas más que para volver a encender las pipas con aire grave, y para picar en la palma de las manos grandes hojas de tabaco verde con las tijeras...

Abajo, en la orilla del agua, las ruinas de un lazareto, invadido completamente por las hierbas; luego barrancos, malezas, rocas enormes, algunas cabras montaraces, caballejos corsos triscando con las crines al viento; finalmente, allá arriba, en la altura, entre un torbellino de aves marinas, la casa del faro, con su plataforma de mampostería blanca, donde paseaban los torreros de un lado a otro, la verde puerta ojival, la torrecilla de hierro fundido, y encima la gran linterna, cuyas facetas brillan al sol y despiden luz aun en medio del día... He aquí la isla de las Sanguinarias, tal como la volví a ver en mi imaginación esa noche, al oír roncar mis pinos.

El tío Ventolera pasaba de Riquer a otros valerosos patrones de corsos anteriores a él; pero Jaime, molestado por su charla, en la que latía un deseo de asombrar a la isla de Mallorca, vecina y enemiga, acabó por impacientarse. ¡Que son las doce, abuelo!... Vámonos; ya no pican. El viejo miró el sol, que sobrepasaba la cumbre del Vedrá. Aún no era mediodía, pero faltaba poco.

Sudaba sólo acordándose de ello. Así pasábamos las horas de la comida, charlando largo y tendido: el faro, el mar, narraciones de naufragios, historias de bandidos corsos... Luego, al obscurecer, el torrero del primer cuarto encendía su candileja, tomaba la pipa, la calabaza, un grueso Plutarco de cantos rojos, único volumen que constituía la biblioteca de las Sanguinarias, y desaparecía por el fondo.

Pero es preciso gastar mucho dinero y tener cómplices fuera para que salga bien una tentativa semejante... Generalmente, los que se escapan se meten en las malezas y viven allí como bandidos corsos, hasta que los cogen los canacos ó se rinden ellos mismos... Su única probabilidad de salvación es apoderarse de una lancha y tratar de llegar á la Australia... Pero entonces corren el riesgo do morirse de hambre ó de que se los coman los tiburones.

Sin embargo, marsellés y corsos eran tres buenas personas, sencillos, bonachones, y muy considerados para con su huésped, aunque en el fondo lo creyeran un señor muy extraordinario.