United States or Madagascar ? Vote for the TOP Country of the Week !


Después, Teresa, mujer hacendosa, preguntó á su marido por el resultado del viaje, quiso ver el caballo, y hasta la triste Roseta olvidó sus pesares amorosos para enterarse de la adquisición. Todos, grandes y pequeños, fuéronse al corral para ver el caballo, que Batistet acababa de instalar en el establo.

Batiste se enfadó al saber que dejaba abandonado el caballo en medio del campo, y el muchacho, enjugándose las lágrimas, salió corriendo para traer la bestia al establo. Al poco rato nuevos gritos sacaron á Batiste de su doloroso estupor. ¡Pare!... ¡pare! Era Batistet llamándole desde la puerta de la barraca.

Batistet intentó disculparse ante su padre de este descuido. Cuando corría hacia la barraca, asustado por los gritos de su madre, había visto venir por el camino un grupo de hombres, gente alegre que reía y cantaba, regresando sin duda de la taberna. Tal vez eran ellos. El padre no quiso oir más... ¡Pimentó! ¿quién otro podía ser?

El mayor, Batistet, apenas si podía ir más allá de sus campos. Aún tenía la cabeza envuelta en trapos y la cara cruzada de chirlos, luego del descomunal combate que una mañana sostuvo en el camino con otros de su edad que iban como él á recoger estiércol en Valencia. Todos los fematers del contorno se habían unido contra Batistet, y el pobre muchacho no podía asomarse al camino.

Batiste apenas comió, ocupado en contemplar la voracidad de los suyos. Batistet, el hijo mayor, hasta se apoderaba con fingida distracción de los mendrugos de los pequeños. A Roseta, el miedo le daba un apetito feroz. Nunca como entonces comprendió Batiste la carga que pesaba sobre sus espaldas.

La falsa calma del hombretón, sus ojos secos agitados por nervioso parpadeo, la frente inclinada sobre su hijo, ofrecían una expresión aún más dolorosa que los lamentos de la madre. De pronto se fijó en que Batistet estaba junto á él. Le había seguido, alarmado por los gritos de su madre.

Ya sólo quedaban en pie las paredes y la parra, con sus sarmientos retorcidos por el incendio y las pilastras que se destacaban como barras de tinta sobre un fondo rojo. Batistet, con el ansia de salvar algo, corría desaforado por las sendas, gritando, aporreando las puertas de las barracas inmediatas, que parecían parpadear con el reflejo del incendio. ¡Socorro! ¡socorro!... ¡A fòc! ¡á fòc!

La barraca y la fortuna del odiado intruso alumbrarán tu cadáver mejor que los cirios comprados por la desolada Pepeta, amarillentas lágrimas de luz. Batistet regresó desesperado de su inútil correría. Nadie contestaba. La vega, silenciosa y ceñuda, les despedía para siempre. Estaban más solos que en medio de un desierto; el vacío del odio era mil veces peor que el de la Naturaleza.

Colocaba la mísera comida en una cestita, se pasaba un peine por los pelos de un rubio claro, como si el sol hubiese devorado su color, se anudaba el pañuelo bajo la barba, y antes de salir volvíase con un cariño de hermana mayor para ver si los chicos estaban bien tapados, inquieta por esta gente menuda, que dormía en el suelo de su mismo estudi, y acostada en orden de mayor á menor desde el grandullón Batistet hasta el pequeñuelo que apenas hablaba , parecía la tubería de un órgano.

Su cariño de madre la hizo sentir una viva satisfacción ante los atavíos del pequeño. Le besó en la pintada boca, y redobló sus gemidos. Era la hora de comer. Batistet y los hermanos pequeños, en los cuales el dolor no lograba acallar el estómago, devoraron un mendrugo ocultos en los rincones. Teresa y su hija no pensaron en comer.