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Colocaba la mísera comida en una cestita, se pasaba un peine por los pelos de un rubio claro, como si el sol hubiese devorado su color, se anudaba el pañuelo bajo la barba, y antes de salir volvíase con un cariño de hermana mayor para ver si los chicos estaban bien tapados, inquieta por esta gente menuda, que dormía en el suelo de su mismo estudi, y acostada en orden de mayor á menor desde el grandullón Batistet hasta el pequeñuelo que apenas hablaba , parecía la tubería de un órgano.

Y don Manuel quería mucho a sus hijos, y se prometía vivir cuanto pudiese para ellos; pero le andaba desde hacía algún tiempo por el lado izquierdo del pecho un carcominillo que le molestaba de verdad, como una cestita de llamas que estuviera allí encendida, de día y de noche, y no se apagase nunca.

Vaya, adiós. ¡Hasta la nit! gritaba la animosa muchacha pasando su brazo por el asa de la cestita, y cerraba la puerta de la barraca, echando la llave por el resquicio inferior. Ya era de día. Bajo la luz acerada del amanecer veíase por sendas y caminos el desfile laborioso marchando en una sola dirección, atraído por la vida de la ciudad.

Y como cuando la cestita le quemaba con más fuerza sentía él un poco paralizado el brazo del corazón, y todo el cuerpo vibrante como las cuerdas de un violín, y después de eso le venían de pronto unos apetitos de llorar y una necesidad de tenderse por tierra, que le ponían muy triste, aquel buen don Manuel no veía sin susto cómo le iban naciendo tantos hijos, que en el caso de su muerte habían de ser más un estorbo que una ayuda para «esa pobre Andrea, que es mujer muy señora y bonaza, pero ¡para poco, para poco!».

Desde el día siguiente, Roseta formaría parte del rosario de muchachas que, despertando con la aurora, iban por todas las sendas con la falda ondeante y la cestita al brazo camino de la ciudad, para hilar el sedoso capullo entre sus gruesos dedos de hijas de la huerta.

Mucho más variable aún el proteo de las aguas, el alción, toma todo género de formas y de colores, haciendo el papel de planta, de fruta; despliégase en forma de abanico, se convierte en seto lleno de matorrales ó en graciosa cestita. Mas, todo ésto es fugitivo, efímero, de vida tan tímida que desaparece al menor movimiento, y nada queda: en un instante ha vuelto todo al seno de la madre común.

Y ahora nos iríamos a nuestro barrio cogiditos del brazo; no como vamos, sino más alegres, y mañana de buena mañana, al taller y yo a buscar a mi hombre a mediodía con la cestita llena, y comeríamos juntos en un banco de paseo o al borde de una acera... Y mi hombre, como es buen mozo, seguramente que gustaría a otras, y yo me pelearía con ellas y les arrancaría el moño... Di, ¿no me crees capaz de reñir por ti, para que no se te lleve otra?... Pero el mundo está mal arreglado. ¡Y pensar que estas pobres gentes tal vez nos envidien a nosotros!... ¡A ti, que te vas sin saber por qué ni para qué! ¡A , que seguramente voy a morir!... No hay justicia, Señor, ni pizca de justicia.