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Actualizado: 5 de junio de 2025


Y bajo de ellos, máquinas que encadenan y obligan a trabajar a las fuerzas misteriosas y malignas; almacenes de víveres como los de una ciudad que se prepara a ser sitiada; depósitos de mercaderías, fardos de telas, maquinarias agrícolas, artículos de construcción, riquezas de la moda; todo lo que necesitan los pueblos jóvenes para el desarrollo de su adelanto vertiginoso.

Cachucha iba delante con su enorme sable desenvainado y haciéndole girar de un modo vertiginoso por encima de su cabeza. Al penetrar aquella turba en el jardín, todos gritaban a un tiempo como si se hubieran ensayado: ¡Está rabioso, está rabioso!... ¡Matadle, matadle!...

Se atribuye por último al cobre, el coriza, el dolor dislacerante de los dientes hasta la sien, el sueño con sobresaltos, el mearse en la cama, dolor presivo en los ojos, ardor y sudor en la planta de los piés, dolor de cabeza vertiginoso y sensacion de vacío en la misma, exaltacion de la sensibilidad y de la contractilidad, calambres, retraccion momentánea de ciertos músculos, acortamiento de los dedos, hipo, mirada esquiva, sudor frio; el curso de la afeccion es por accesos irregulares de grupos de síntomas neuropáticos.

Estaba muerto y nadie tenía la persuasión de que el Rey no vivía, porque aquel estado inerte podía ser un desmayo como otras veces. A pesar de que los médicos aseguraron que ya no había Rey, Cristina dispuso que no se tocase el cadáver hasta las veinticuatro horas. Retiráronse todos y en Palacio hubo el movimiento vertiginoso que acompaña a los grandes sucesos de las monarquías. Nadie lloraba.

Así como la marea al retirarse va dejando en la playa orlas paralelas de algas, así se advertían en los respaldos de los bancos de gutapercha roja series de capas de mugre, depositadas por la cabeza y espaldas de los jugadores, señales que iban en aumento desde el primer banco hasta el último, conforme se ascendía del inofensivo piquet al vertiginoso écarté, porque la hilera empezaba en el juego de sociedad, acabando en el de azar.

El Libertador, en una de sus visitas al Salto, encontrándose con numerosa comitiva, precisamente frente a frente del punto en que nos hallábamos, del lado opuesto del torrente, oyó que uno de los circunstantes decía: «¿Dónde iría, general, si vinieran los españoles?» ¡Aquí! dijo Bolívar, y antes de que pudieran detenerlo, ni aun lanzar un grito, dio un salto y quedó de pie, a pico sobre el abismo, sobre una piedra de dos metros cuadrados, por cuyo costado pasaba, vertiginoso y fascinante, el enorme caudal de agua que, medio segundo después, cae al vacío.

Lázaro estaba recogido y leyendo cuando llegó hasta sus oídos el alegre bullicio de la fiesta. Cerró entonces el libro, abrió el balcón, y el airecillo fresco de la noche le trajo claras y distintas las apasionadas frases de la música, como si el mundo, con aquella voz de sirena, quisiera arrancarle de la soledad. Bajó al jardín, se acercó a una reja, y oculto entre unos arbustos cuyas ramas se entrelazaban trepando por los gruesos barrotes de hierro, tendió la vista hacia el salón. Su mirada lo abarcó todo. Pasado un instante, la sorpresa se convirtió en asombro; sus ojos, deslumbrados por la claridad, fueron descubriendo los grupos, aislando las figuras, fijándose en los rostros, viendo surgir de entre un confuso mar de luces y colores las formas y el aspecto de las cosas. Los corrillos tan pronto formados como disueltos; la extraña amalgama que producían en el cuadro los trajes negros de los hombres destacándose sobre los vestidos claros de las mujeres; el continuo pasar de sombras que se cruzaban ante la reja, cortándole la vista; la variedad infinita de actitudes; el estado de los ánimos reflejado en las caras, atestiguando en uno de la indiferencia, en otro de los celos, mostrando acá la frialdad del apático, allá la impaciencia del nervioso, todo aquel conjunto de riquezas para él desconocidas, de lujos ignorados, le produjeron una impresión extraña, fuerte porque era nueva, y poderosa porque era continuada. La vista de aquel incesante movimiento, la luz arrancando destellos en pedrerías y collares, las damas, unas de semblante fresco como flores de campo, ajadas otras por los afeites o los años, engalanadas con sedas de todos los matices, desnudas las espaldas y los pechos a propio intento revelados en lo poco que el raso les cubría, el aire bochornoso y viciado que por la reja se escapaba, acabaron de marear al cura, sin que por eso dejara de mirar con ansia, creyendo a cada instante descubrir novedades que hiriesen su imaginación y calmasen sus agitados nervios. Hubo un momento en que la música apagó todos los otros ruidos; el ritmo sonoro y melódico de sus notas parecía arrastrarse como aurora de primavera en plantío de rosas; los giros lánguidos de acordes amortiguados y dulcísimos se trocaban de pronto en explosión de sonidos alegremente locos, y las armonías se esparcían como suspiros que volaban a refugiarse entre los pliegues de las amplias colgaduras, produciendo combinaciones raras, que se perdían, unas envueltas entre los giros de otras, como crujir de sedas y estallar de besos comprimidos. Las parejas iban deslizándose rápidamente ante la reja en confuso desorden, desapareciendo y tornando a pasar cual figuras de una linterna mágica, hasta que, callando de repente la orquesta y suspendiéndose aquel vertiginoso movimiento, Lázaro vio acercarse, impelidos todavía por la última vuelta del vals, una mujer y un hombre: Félix y Josefina.

El primero, es la quietud, la segunda, el errante viajero que termina sus días ó en la inhospitalaria playa que sepulta sus despojos, ó en las embravecidas ondas que en vertiginoso remolino lo llevan á dormir el sueño eterno á sus misteriosos lechos de coral.... El Sorsogon navega á toda máquina por la extensa bahía.

En la agitación de aquel vuelo vertiginoso, la pluma subía á veces á tanta altura, que apenas podía distinguir los objetos; otras descendía hasta rozar con la tierra, y contemplaba su imagen fugitiva en la superficie verdosa de los charcos.

¡Aquí! ¡Venga usted aquí! «Me trata de usted, ¡malísimose dijo el perro, a quien no hacían efecto las pompas y vanidades. Y avanzó con mayores precauciones aún, asegurando bien la pezuña a cada paso que daba, meneando el rabo de un modo vertiginoso. ¡Aquí! ¡Aquí! seguía gritando la vieja. Por fin, a una velocidad máxima de seis pasos por minuto, llegó el Cuco a su destino.

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