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Actualizado: 27 de junio de 2025


Ojeda adivinó por esta señal que era Nélida. Ella le miró sonriente, con la misma sonrisa que dedicaba a todos los hombres. Por primera vez se fijaba en él. Fernando la vio más alta, más joven que Teri, pero con un aspecto vulgar y atrevido que le fue antipático. Sólo sus ojos de pupilas de ámbar, que tomaban con la luz un reflejo de oro, le recordaron ¡ay! los otros.

El continuaba su carta con la memoria ocupada por el recuerdo de Teri, pero esto no le impedía, por costumbre o por «honradez profesional», el contestar con sonrisas y movimientos de cabeza a las caricias silenciosas de Nélida. Fatigada ésta de la inmovilidad de Ojeda, acabó por apartarse de la ventana, yendo hacia el avante del paseo, donde estaban Isidro y el doctor Zurita.

Lo había adquirido en los almacenes del Louvre, entusiasmada por su baratura y hermosa encuadernación. ¡Adorable Teri! ¡Siempre mujer! Ella, a la que concedía Fernando más talento que a muchas hembras literarias, compraba sus libros en las tiendas de modas entre una pieza de encajes y una docena de guantes. Era una traducción francesa de las tragedias de Esquilo.

Al entrar en su camarote, después de media noche, sus ojos tropezaron con la imagen de Teri erguida sobre el tocador en el encierro de un marco dorado. ¡Pobre Teri! Por primera vez en todo el día pensaba en ella, sólo en ella, sin poner su recuerdo en parangón con la imagen real de otras mujeres.

Y pasada la embriaguez, lo repelía furiosa por sus asiduidades, extrañada de su insistencia, igual que un señor que se viese perseguido por una compañera de media hora, como si el encuentro fortuito y mercenario pudiese conferir derechos. ¡Ah, miserable! ¡Con qué risa cruel y dolorosa reiría Teri si pudiese conocer esta aventura grotesca! ¡El hombre en el que creían ver sus ojos de amorosa todas las perfecciones, tratado lo mismo que un objeto que se alquila!... Y le dolió más la posibilidad de esta burla desesperada que el imaginarse a Teri entre lamentos y lágrimas.

Yo trabajaré si es preciso. Pero también a él le aguardaba otra sorpresa por boca de su cuñado, hombre de orden que hacía algún tiempo deseaba rendirle cuentas. Varias hipotecas pesaban sobre sus bienes desde la época en que Fernando llevaba una vida alegre, y a esto había que añadir las fuertes cantidades que adeudaba a la familia. Los viajes con Teri habían devorado mucho dinero. Ojeda quedó perplejo, como si despertase ante el montón de papeles que le presentaba el ingeniero, y lo repelió con gesto de gran señor. Nada adelantaba con examinarlos; lo que decía su cuñado debía ser cierto. El pobre hombre se excusó con humildad. Había tardado en hablar, por miedo a que Fernando se disgustase; él estaba dispuesto a todos los sacrificios; pero tenía dos hijos, Lola andaba en trámites para darle el tercero, y temía sus protestas de mujer ordenada y económica que no quiere dejarse arruinar por un hermano. El ingeniero tenía un proyecto... ¿Por qué no se casaba con una mujer rica? ¡Con su figura y su nombre! ¡Un Ojeda!...

Pero Teri movía la cabeza negativamente, con una tenacidad reflexiva en el gesto y unos ojos de misterio, como mujer que sabe que en amor las confesiones francas no se olvidan ni se perdonan. Todo mentiras... calumnias. Nada tengo que contarte. Olvida eso; no te atormentes... No hubo nada; y aunque algo hubiese... ¡yo no te conocía entonces, no te conocía!

Además, pensaba en Teri, en su firme propósito de no envilecer la nobleza de los recuerdos con otro «crimen», pues de tal calificaba con vehemente apreciación su aventura reciente. Con Mina no arrostraba peligro alguno: la pobre estaba desengañada. El fracaso de su existencia la hacía huir de toda complicación pasional, prefiriendo una vida vegetativa y humilde.

Venían de merendar en las Ventas y paladeaban la última alegría del vino barato, la tortilla de escabeche y la contemplación del mísero paisaje de las afueras, más abundante en techos de cinc, polvo y pianos de manubrio que en aguas y árboles. ¡Qué rabia me da esta gente! decía Teri mirándolos con hostilidad y evitando su contacto . No, rabia no; ¡pobrecitos!

Les bastaba sentirse el uno junto al otro, percibir las vibraciones de sus dos vidas con el roce de sus cuerpos puestos en contacto. Teri parecía obsesionada por sus recuerdos y murmuró unas palabras, como si se hablase a ella misma, con una voz monótona y vagorosa, igual a la de los que sueñan: La semana que viene... ¿te acuerdas? La semana que viene hará cuatro años que nos conocimos.

Palabra del Dia

rigoleto

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