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Actualizado: 12 de junio de 2025
Y Andresito, cerrando los ojos, despreciando los punzantes recuerdos del pasado, se sentía feliz, tanto casi como Conchita, que en los días de Pascua, en la agitación de las alegres meriendas, había conseguido turbar a Roberto hasta el punto de arrancarle la deseada declaración.
El vizconde era un confianzudo amigo de la casa, que serviría de testigo. Se trataba de una familia de alta alcurnia, que llegaba de provincia, con los históricos y vistosos trajes de sus antepasados, conservados por puro orgullo, en una vida de voluntario aislamiento. ¡Al fin había encontrado el señor duque la deseada esposa, que parecía como mandada a hacer a su medida!
Aunque el palacio se mantenía lo mismo por fuera, á partir de la escalinata imitaba el interior de un castillo antiguo. No quedaba una ventana sin vidriera de colores, ni una pieza que no estuviese en una penumbra de bodega. Todo el gótico convencional inventado por los constructores modernos era empleado en esta restauración deseada por la princesa.
Contar, por extenso, los peligros de caer en manos de enemigos, no menos de Dios que de los españoles, de naufragar en escollos, de encallar en la arena, de contrariedad de vientos, de tempestades en el agua y en el aire, sería nunca acabar; parecía que todo el infierno había tocado al arma y salido del abismo para impedir con todo el esfuerzo posible el feliz logro de este viaje; y Dios, cuyos juicios, como dijo David, son un abismo insondable, permitió no se lograse una empresa tan deseada de tantos pueblos y ciudades.
Luego tapó cuidadosamente ambos frascos, y esperó a que llegase la ocasión deseada.
Se lo imaginó recorriendo el castillo en busca de la presa deseada, la inquietud del padre siguiendo sus pasos, los gritos de la muchacha, la lucha desigual entre el enfermo con su arma de ocasión y aquel hombre de guerra sostenido por la victoria. La cólera de los años juveniles despertó en él audaz y arrolladora. ¿Qué le importaba morir?... ¡Ah, bandido! rugió como el otro.
»Y muy poco más conservo en la memoria de los lances y sucesos de esta aventura, cuyo único mérito para formar capítulo aparte, consiste en haber sido muy deseada, y la primera entre las de mi vida mundana; muy poco más, y eso en tropel confuso; verbigracia: la peste de los salones de entonces, y de ahora, y de siempre; esas criaturas sin sal ni pimienta, insípidas e incoloras, y, estaba por decir, sin sexo ni edad, estúpidamente esclavas de los preceptos de la moda en el vestir, en el moverse y en el hablar; más que niños y mucho menos que hombres, con la insubstancialidad y la ignorancia de los unos, y los atrevimientos y los peores vicios de los otros; ridículos y feos, asaltándome sin tregua ni respiro, devorando con ojos estrellados los repliegues de mi escote, y exponiendo, como mérito sobresaliente para aspirar a mi conquista, el arrastre de las rr de sus impertinencias y el hablar a tropezones la lengua de Castilla, sólo porque sabían que yo me había educado en Francia; las obligadas galanterías de los buenos mozos, por lo común, más nutridas de malas intenciones que de agudezas; los enrevesados conceptos de los galanes presumidos y cortos de genio; las protectoras sonrisas y las paternales franquezas de los personajes maduros, a quienes la edad y la fama autorizan para todo, hasta para ser descomedidos y groseros; los cumplidos extremosos, las ponderaciones de rúbrica y las forzadas protestas de cariño de viejas retocadas, de madres envidiosas y de jovenzuelas casquivanas como yo; el vértigo de la danza casi incesante, en brazos de unos y de otros; los sueños voluptuosos, o la tortura insufrible, según los casos; más tarde, la agonía de la curiosidad, y la vista y el oído cansados por saberse de memoria las figuras, los colores y el rumor del cuadro, cuya luz se va velando por la evaporación del concurso y el polvillo tenue de suelos, galas y afeites, y cuya atmósfera espesa, tibia y saturada de perfumes, repugna a los pulmones y al estómago; después, el quebrantamiento del cuerpo, escozor en los ojos, mucho peso en los párpados, cierto deseo de bostezar... y, al cabo, la vuelta a casa, arrebujada en pieles y casi tiritando en el fondo del carruaje; los elegantes arreos de la fiesta, lacios y marchitos, arrojados con desdén en los sillones del dormitorio; y, por último, el meterme en la cama con la impresión de un escalofrío; el cerrar los ojos y el sentir en el cerebro las caras, los colores, los sonidos, las alfombras, los espejos, las bujías, los lacayos, toda la casa, toda la fiesta hecha un revoltijo, una pelota, aporreándome los oídos y las sienes: la memoria embrollada, el corazón entumecido, la inteligencia embotada para todo discurso; y persiguiéndome y asediándome entre tan cerrada obscuridad, la extraña persuasión, clara como la luz del día, de que nadie me había puesto aquella noche tantos defectos ni me había rebajado tanto en la escala de las elegantes, de las discretas y de las hermosas, como mi amiga Sagrario.
Las últimas obras de nuestro poeta, en las cuales, renunciando á su originalidad, rinde culto á deplorables imitaciones, no nos ofrecen, bajo este aspecto, la compensación deseada.
En el momento mismo en que creía aferrar la prueba tan ardientemente deseada, acababa de anonadarla una vez más el convencimiento de su impotencia. ¡Su hija, su pobre hija, iba a ser encerrada en una casa de locos, perdería en ella la razón, y sin duda alguna moriría! Esta certidumbre le desgarró el corazón, apagó el último fervor de su esperanza y abatió la fuerza de espíritu que aún le quedaba.
Mientras los barqueros desamarraban á toda prisa sus embarcaciones para operar el salvamento del náufrago, los perseverantes pescadores continuaban esperando tranquilamente el bienhechor movimiento que les advertía de la captura deseada. Por otra parte, ningún hombre es más fuerte que el pescador contra las adversidades del destino.
Palabra del Dia
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