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San Juan, septiembre 20 de 1833. PUEBLOS DE LA REPÚBLICA: Destinado por el general que os dieron los RR. Nacionales a servir de jefe de la segunda división del Ejército de la Nación, ningún sacrificio he omitido por desempeñar tan alta confianza.

Su acentuación es áspera y prolongada, con suma abundancia de palabras compuestas, muy largas, de extensa significación, como eran las de la lengua mejicana ó azteca. Bien conocidos son los nombres vascongados de familia, tan esdrújulos y crespos, recargados de rr, uu, zz y diptongos que enredan la lengua del que no está habituado á la pronunciacion. Los vascongados no cecean el español.

HONORABLES RR. DE LAS LEGISLATURAS PROVINCIALES: A vosotros toca el deber sagrado de dictar leyes análogas y benéficas al pueblo que os honró con tan alto cargo.

»Y muy poco más conservo en la memoria de los lances y sucesos de esta aventura, cuyo único mérito para formar capítulo aparte, consiste en haber sido muy deseada, y la primera entre las de mi vida mundana; muy poco más, y eso en tropel confuso; verbigracia: la peste de los salones de entonces, y de ahora, y de siempre; esas criaturas sin sal ni pimienta, insípidas e incoloras, y, estaba por decir, sin sexo ni edad, estúpidamente esclavas de los preceptos de la moda en el vestir, en el moverse y en el hablar; más que niños y mucho menos que hombres, con la insubstancialidad y la ignorancia de los unos, y los atrevimientos y los peores vicios de los otros; ridículos y feos, asaltándome sin tregua ni respiro, devorando con ojos estrellados los repliegues de mi escote, y exponiendo, como mérito sobresaliente para aspirar a mi conquista, el arrastre de las rr de sus impertinencias y el hablar a tropezones la lengua de Castilla, sólo porque sabían que yo me había educado en Francia; las obligadas galanterías de los buenos mozos, por lo común, más nutridas de malas intenciones que de agudezas; los enrevesados conceptos de los galanes presumidos y cortos de genio; las protectoras sonrisas y las paternales franquezas de los personajes maduros, a quienes la edad y la fama autorizan para todo, hasta para ser descomedidos y groseros; los cumplidos extremosos, las ponderaciones de rúbrica y las forzadas protestas de cariño de viejas retocadas, de madres envidiosas y de jovenzuelas casquivanas como yo; el vértigo de la danza casi incesante, en brazos de unos y de otros; los sueños voluptuosos, o la tortura insufrible, según los casos; más tarde, la agonía de la curiosidad, y la vista y el oído cansados por saberse de memoria las figuras, los colores y el rumor del cuadro, cuya luz se va velando por la evaporación del concurso y el polvillo tenue de suelos, galas y afeites, y cuya atmósfera espesa, tibia y saturada de perfumes, repugna a los pulmones y al estómago; después, el quebrantamiento del cuerpo, escozor en los ojos, mucho peso en los párpados, cierto deseo de bostezar... y, al cabo, la vuelta a casa, arrebujada en pieles y casi tiritando en el fondo del carruaje; los elegantes arreos de la fiesta, lacios y marchitos, arrojados con desdén en los sillones del dormitorio; y, por último, el meterme en la cama con la impresión de un escalofrío; el cerrar los ojos y el sentir en el cerebro las caras, los colores, los sonidos, las alfombras, los espejos, las bujías, los lacayos, toda la casa, toda la fiesta hecha un revoltijo, una pelota, aporreándome los oídos y las sienes: la memoria embrollada, el corazón entumecido, la inteligencia embotada para todo discurso; y persiguiéndome y asediándome entre tan cerrada obscuridad, la extraña persuasión, clara como la luz del día, de que nadie me había puesto aquella noche tantos defectos ni me había rebajado tanto en la escala de las elegantes, de las discretas y de las hermosas, como mi amiga Sagrario.