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Actualizado: 14 de junio de 2025


He recelado desilusionarme al conocerlo. ¿Quién me asegura que los escritores franceses no sean presumidos y fatuos? ¿Qué necesidad tengo yo de extremar mis amabilidades y de hacer esfuerzos para insinuar en la mente de esos señores que no soy una salvaje, que estoy al nivel de ellos, que comprendo sus profundidades y sutilezas, y que, aun suponiendo que en España, en Portugal y en el Brasil esté la gente muy atrasada y hasta sea de casta inferior, yo, por excepción fenomenal y monstruosa, he podido elevarme hasta hombrearme con ellos?

»Y muy poco más conservo en la memoria de los lances y sucesos de esta aventura, cuyo único mérito para formar capítulo aparte, consiste en haber sido muy deseada, y la primera entre las de mi vida mundana; muy poco más, y eso en tropel confuso; verbigracia: la peste de los salones de entonces, y de ahora, y de siempre; esas criaturas sin sal ni pimienta, insípidas e incoloras, y, estaba por decir, sin sexo ni edad, estúpidamente esclavas de los preceptos de la moda en el vestir, en el moverse y en el hablar; más que niños y mucho menos que hombres, con la insubstancialidad y la ignorancia de los unos, y los atrevimientos y los peores vicios de los otros; ridículos y feos, asaltándome sin tregua ni respiro, devorando con ojos estrellados los repliegues de mi escote, y exponiendo, como mérito sobresaliente para aspirar a mi conquista, el arrastre de las rr de sus impertinencias y el hablar a tropezones la lengua de Castilla, sólo porque sabían que yo me había educado en Francia; las obligadas galanterías de los buenos mozos, por lo común, más nutridas de malas intenciones que de agudezas; los enrevesados conceptos de los galanes presumidos y cortos de genio; las protectoras sonrisas y las paternales franquezas de los personajes maduros, a quienes la edad y la fama autorizan para todo, hasta para ser descomedidos y groseros; los cumplidos extremosos, las ponderaciones de rúbrica y las forzadas protestas de cariño de viejas retocadas, de madres envidiosas y de jovenzuelas casquivanas como yo; el vértigo de la danza casi incesante, en brazos de unos y de otros; los sueños voluptuosos, o la tortura insufrible, según los casos; más tarde, la agonía de la curiosidad, y la vista y el oído cansados por saberse de memoria las figuras, los colores y el rumor del cuadro, cuya luz se va velando por la evaporación del concurso y el polvillo tenue de suelos, galas y afeites, y cuya atmósfera espesa, tibia y saturada de perfumes, repugna a los pulmones y al estómago; después, el quebrantamiento del cuerpo, escozor en los ojos, mucho peso en los párpados, cierto deseo de bostezar... y, al cabo, la vuelta a casa, arrebujada en pieles y casi tiritando en el fondo del carruaje; los elegantes arreos de la fiesta, lacios y marchitos, arrojados con desdén en los sillones del dormitorio; y, por último, el meterme en la cama con la impresión de un escalofrío; el cerrar los ojos y el sentir en el cerebro las caras, los colores, los sonidos, las alfombras, los espejos, las bujías, los lacayos, toda la casa, toda la fiesta hecha un revoltijo, una pelota, aporreándome los oídos y las sienes: la memoria embrollada, el corazón entumecido, la inteligencia embotada para todo discurso; y persiguiéndome y asediándome entre tan cerrada obscuridad, la extraña persuasión, clara como la luz del día, de que nadie me había puesto aquella noche tantos defectos ni me había rebajado tanto en la escala de las elegantes, de las discretas y de las hermosas, como mi amiga Sagrario.

¿Más que apreciaros? ¡Amadme! Echad un memorial á Cupido... Vos sois Venus, y le mandáis. Ya sabéis que Cupido es un bribonzuelo, que no respeta ni aun á su madre. Casi creo que tenéis razón. ¿Por qué?... Porque creo que el rapazuelo me ayuda. Son muy presumidos estos estudiantes... Capitán, señora, capitán.

¡Bellacos! ¡Fátuos! ¡Presumidos! exclamó. ¿Quiénes son ellos? ¿Qué obra los acredita para darla de sabios y de críticos? Les perdono las ofensas. Lo único que no puedo perdonar es la ingratitud. ¡No les temas! ¡No te asustes! Escribe, muchacho; ¡escribe, y que rabien!

Declaréselo, asombróse de tanto como del cuadro, y me apresuré a referirla el argumento con detalles que recordaba muy bien de sus escenas más culminantes y del decorado más aparatoso; y, por último, le di una idea del papel que hacían en la función los espectadores, del lujo de las señoras... y de las majaderías de los hombres presumidos, particularmente de los «buenos mozos». Admiróse ella de unas cosas, rióse de otras y me declaró, al fin, respondiendo a una pregunta mía, que verlo todo sin ser vista de nadie, ya le gustaría; pero estar en ello y ser vista de todos, aunque la asparan.

Concibo muy bien la tristeza que se apodera de la señora que en el mes de julio, ve turbada la soledad de su retiro por ese enjambre de presumidos, descreídos, confidentas, curiosas, etc. Desde aquel momento cesa la libertad. La más tranquila y apartada mansión pierde su calma nocturna con la algazara que promueven todos aquellos seres, en cafés y casinos.

Palabra del Dia

irrascible

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